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viernes, 30 de mayo de 2025

De paros, huelgas y protestas

José Leonardo Rincón, S. J.
José Leonardo Rincón, S. J.

Aunque este fenómeno social ha existido siempre y se le ha denominado de múltiples formas, otras como levantamiento, sublevación, estallido social y hasta revolución, lo que encierra de fondo siempre, en todos los casos, es descontento, insatisfacción, hartazgo respecto de un régimen, de un Gobierno en cualquiera de sus formas, de una autoridad que no ha hecho las cosas bien, en fin... de una gota que rebosó la copa y que ya no aguanta más.

Es un legítimo derecho que todos sentimos y decimos tener, al que podemos acudir en un momento dado si así lo queremos, pero que es mirado con suspicacia y recelo por quien está de turno en el poder. La Revolución de Octubre que derrocó al zar de Rusia, ya instalada en el poder, reprimió y persiguió a quienes quisieron cuestionarla. La revolución cubana sacó a Batista, pero luego el régimen castrista hasta hoy no permite alternativas. La revolución sandinista que expulsó a Somoza, en Nicaragua, hoy no tolera que alguien piense distinto. La revolución bolivariana de Chávez, con su flamante sucesor, desconoce y denigra de la oposición. Pero esa misma actitud opresora la han tenido emperadores, reyes, presidentes y dictadores, en todas las latitudes del mundo, llámese Nerón o Calígula, Sha de Irán o Hussein de Irak, Hitler, Mussolini o Franco. Sea de derecha o izquierda, capitalista salvaje y fascista o comunista trasnochado, el común denominador es que, una vez tomado el poder e instalado en el mismo, no hay que soltarlo. El asunto es ese: hambre de poder, envidia de no tenerlo.

Y por supuesto, en cualquiera de los casos anteriores, más exactamente, en todos los casos anteriores, el que siempre paga el pato, el que siempre lleva del bulto, el que por pura coincidencia siempre pierde, es el pueblo, esa masa informe, esa plebe, esas mayorías sin rostros definidos, esas multitudes que todo régimen vela porque se mantengan ignorantes, carentes de formación política y de conciencia crítica, para poder seguir siendo sujetos de opresión, explotación, avasallamiento y humillación. Son los perdedores de la historia, títeres de caudillos que los manipulan a su antojo según conveniencias, según coyunturas, según intereses, es claro, los de ellos por supuesto, no los del pueblo.

Entonces hay que protestar. Esa vez contra uno, esta vez contra otro, hoy contra este, mañana contra aquel. Igual, las cosas no cambian. Las promesas defraudan. El statu quo se mantiene. El establecimiento permanece. La obra de teatro es perfecta: los actores protagonistas son unos pocos frente a un numeroso público espectador pasivo que poco o nada habla. Hay que protestar a ver si algún día nos toca el turno del poder para que una vez lo tengamos ya no queramos bajarnos del mismo y no aceptar, de ninguna manera que nos protesten pues eso lo hemos alcanzado con mucho esfuerzo y esos inconformes no se imaginen lo deliciosas que son sus mieles. Eso es lo malo del poder: no estar en él. Un tal Jesús, por allá, hace siglos, dijo que el poder era para servir, no para tiranizar... pero lo mataron por estorboso y subversivo. ¿Cuándo podemos pensar y actuar distinto? 

martes, 22 de noviembre de 2022

Colombianos: ¿Cómo salimos de este laberinto?

Epicteto, el opinador
Por Epicteto, el opinador*

Me llegan, como seguramente también a ustedes, mis apreciados contertulios, frecuentes preguntas sobre la manera más eficaz para enderezar el entuerto en que nos colocaron los politiqueros de siempre, y sobre cómo revertir el desastre electoral al que nos condujo el monstruoso fraude perpetrado con anuencia de los gobernantes de turno.

Tarea nada fácil, si queremos acertar en la respuesta. Ya se escuchan voces llamando a conformar una oposición unida para presentarle cara en los próximos comicios regionales al populismo socialista, ahora enquistado en el gobierno. Pretender que los políticos se unan a esta lucha es como buscar el ahogado aguas arriba. Quienes buscaron nuestros votos en las pasadas elecciones para enfrentar la amenaza de la extrema izquierda ahora son sus aliados en el Congreso, sin que se les caiga la cara de vergüenza.

Mientras tanto, en el gobierno nacional y en las alcaldías controladas por los amigos del castrochavismo, que son la mayoría, se aplican los recursos humanos y económicos del Estado a montar la aplanadora gubernamental en favor de sus propios candidatos.

No existe, pues, mis queridos y bien intencionados amigos, ninguna posibilidad de éxito por la vía democrática, con un régimen que para mantenerse en el poder utilizará todas las formas de lucha, como lo enseña su estrategia marxista-leninista y como se evidenció, para infortunio de esta sufrida Patria, en las pasadas elecciones.

Nos queda un recurso mucho más contundente: apelar directamente a los colombianos de bien, que somos la mayor parte de la población, sin intermediación de la desprestigiada clase política. Ya ha empezado a anunciar su incontrastable fuerza en las multitudinarias manifestaciones de protesta que los medios han tratado inútilmente de desconocer o minimizar. Contrastan estas espontáneas expresiones con las pobrísimas celebraciones de los primeros cien días del actual gobierno, a las que no acudieron ni sus promotores.

Si se trata, como me han preguntado, de romper el nudo gordiano que nos ahoga, no podemos desperdiciar estas marchas, plenas de coraje e indignación contra las reformas del régimen social-comunista. No nos conformemos con denunciar los daños que se están causando a los colombianos ni con pedir la renuncia al presidente, pues no lo va a hacer: su propósito es perpetuarse en el poder.

Hay que dar un sentido inteligente y productivo a las protestas. ¿Cómo lograrlo? Transformando esa masa improvisada en un movimiento organizado con una estructura que represente a sus participantes sectorizados por regiones, municipios, y actividades personales de cada uno. Con ese principio de organización, establezcamos una estrategia para derrocar el régimen de la infamia mediante un paro nacional e indefinido, una desobediencia civil y una resistencia generalizada en la que militemos colombianos sin distingos de clase o partido. Solamente dejaremos por fuera a los venales y corruptos politiqueros que nos condujeron al abismo. He allí la fórmula eficaz que requiere el país.

Una salvedad sí tengo la obligación de hacer: no esperemos resultados a la vuelta de la esquina. Esta cruzada puede prologarse mucho más allá de lo que todos deseamos. Pero no nos es permitido pensar a corto plazo, como lo han hecho nuestros dirigentes. Siempre pensaron en ganar unas elecciones, no en los intereses de las futuras generaciones. Por eso entregaron el país a los más ineptos, los más corruptos, los más malvados que pudieron encontrar. Sesenta años le tomó al comunismo llegar al poder. Podemos resistir también lo que sea necesario para recuperarlo.

jueves, 1 de octubre de 2020

Vigía: temporada de huracanes

Coronel John Marulanda (RA)
Por John Marulanda*

El método marxista leninista ha sido el mismo desde hace 100 años. Aprovechar o crear inestabilidad, desorden, para que la urgencia básica de seguridad lleve a la comunidad a pedir a gritos un ordenador, que suele ser uno con un discurso sencillo, lógico y vendible: tenemos guerra, yo les traigo la paz. Y con antecedentes que lo hacen creíble (exmilitar, exministro de defensa, exterrorista). La segunda parte del proceso es más dramática, pues se basa en la relación alimentación ‒lealtad al partido Estado y a su camarilla‒. Las prioridades se alternan ahora, urgen los ácidos gastrointestinales por sobre la amígdala cerebelosa. Esta dinámica, suficientemente documentada en la historia, es cruelmente pavloviana y los primeros en caer son los intelectuales e intelectualoides que justifican ante la comunidad el apoyo a la dictadura nazista, estaliniana, comunista o castrochavista. Son los seducidos de los que habla el suicida Münzenberg.

Colombia ha sufrido menos de hambre que de inseguridad, que está reapareciendo. Venezuela no experimentó ninguna de las dos, por lo menos en el último siglo y ahora sobrelleva ambas. Pero la imprevista pandemia está unificando en un solo escenario binacional el desempleo, la pobreza, el hambre, la inseguridad y la violencia. En Venezuela, el levantamiento por falta de comida, combustible y energía revienta en cada esquina. Estoy sin gas, sin agua, ahora viene el racionamiento de luz, sin gasolina (...) Salimos a protestar para desahogar esa rabia que tenemos dentro”, dice un entrevistado. “Se produjeron más de 4.000 protestas durante el primer semestre de 2020, la mayoría en reclamo de derechos básicos como alimentación o mejoras de servicios públicos. Las revueltas han dejado más de un centenar de detenidos, decenas de heridos y cuatro fallecidos”, dice el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS).

El país que malgobierna Maduro, está a punto de caramelo. El caradura y su comparsa ya no están tan seguro de que Moscú y Pekín les den su apoyo irrestricto y la probabilidad de enfrentar un juicio por violación de los derechos humanos es cada vez más real, a menos que se logre una negociación antes de que haya un estallido social mayor e incontrolable o que agentes extranjeros los arresten. En las actuales circunstancias de nada sirven sus misiles.

Con la presencia cotidiana de hambreadas y errabundas familias venezolanas, es muy difícil que los colombianos compren el paraíso del socialismo del siglo 21, ante lo cual solamente la desestabilización del país podría llevarnos a aceptar la oferta comunista salvadora. A esa desestabilización le apuntan el Foro de Sao Paulo, Miraflores y sus brazos Sebim, Dgicm, las FARC, el ELN y Cuba. El narcotráfico financia esta intentona, cuatro años después de la ahora deshilachada confección Santos – Cuba - Farc.

Curtidos en violencia, sin embargo, los colombianos si percibieran una fuerza pública débil y unas organizaciones narcoterroristas en crecimiento, pueden saltar fácilmente a la autodefensa. El caso Ordoñez, muerto en un mal empleo de la fuerza policial, logró colocar la institución en el foco de interés de la izquierda y de los politiqueros oportunistas. Esta institución, de naturaleza flexible, adaptable y versátil, soportará este nuevo intento para su politización. El ejército es otro cantar. La institución bicentenaria ha sido durante dos décadas la de mayor confiabilidad en el país, aunque algunos poderosos medios han logrado mellar un poco su imagen pública y confundir a muchos de sus miembros. El caso Juliana, muerta accidentalmente en un retén militar, es un buen ejemplo de esto.

El asunto es regional. Sin partidos políticos, sin justicia mínimamente creíble, con severas crisis económicas y unas fuerzas públicas cuestionadas, ambos países están entrando a una zona de turbulencia severa que los sumirá en un desastre o que los sacará a un aire limpio, solo si los militares venezolanos recuperan su papel histórico y los militares colombianos mantienen su posición de honor y no permiten que ningún padrino los manipule.

Entre Bogotá y Caracas se está formando una tormenta tropical que ya ha desatado algunos flatos bolivarianos. Esta temporada de huracanes en el Caribe se puede extender hasta diciembre e inclusive, según nuestros meteorólogos políticos, podría ir hasta abril del 21.

lunes, 27 de enero de 2020

Encapuchados


Por Antonio Montoya H.

Antonio Montoya H.
El país vive unos días difíciles por causa de los paros que convocan un grupo de ciudadanos que se creen sus dueños, que paralizan el comercio, la movilidad, la educación y en general todos los sectores de la economía, lo cual justifican en aras de la democracia, que les permite expresarse públicamente, de manifestarse y de esa forma aspiran a convertirse en un gran grupo con el cual se debe sentar el Presidente y sus asesores a negociar como lo dicen ellos mismos 104 puntos que inclusive son más que los que se negociaron con las FARC.

Es verdad que construir un país no es tarea fácil, que se debe gobernar con la oposición, los subversivos, las bandas criminales, los guerrilleros, en fin, todo el conjunto de seres humanos que hacen parte de nuestro territorio. Si sumáramos no llegan a cien mil, y ellos, esa minoría, pide y pide, pero qué aportan, pues daños, violencia, disturbios, poner en jaque a la ciudadanía y perjudicar a los trabajadores que tienen que desplazarse a pie o en bicicleta, por largas horas para llegar a sus hogares, atender la familia y luego volver al trabajo.

Yo no sé si los líderes o más bien los promotores del paro, fuera de la emotividad que tienen por poner en jaque al país trabajador, comprenden la magnitud de las peticiones y reconocen lo que se ha avanzado en aportes para la educación, ciencia, tecnología, incrementos salariales, protección laboral a los trabajadores, desarrollo de la infraestructura, en fin, múltiples gestiones que van conduciendo al país por la senda del desarrollo y de la inclusión. Dudo que ellos, los promotores, sepan a qué están jugando, los iniciales participantes se van saliendo y van quedando los vándalos liderados desde la oscuridad por un personaje que busca generar el caos y así lograr el poder a toda costa.

Los que sí están felices son los encapuchados, dañando bienes públicos y privados, tirando piedra a la policía indefensa que tiene que aguantar, no defenderse y sufrir la humillación de la fuerza que representan, que es la encargada de velar por la seguridad, protección al ciudadano y guarda de la democracia.

No entiendo, por qué el Estado, sigue actuando en forma pusilánime ante los acontecimientos, ante los vándalos y ataques a personas y bienes, desde hace rato y previendo la continuidad de los paros debió emitir un decreto en el que se ordene a la fuerza pública que quien esté encapuchado debe ser detenido, juzgado y condenado. Así no se apoya a los cobardes que se esconden bajo una capucha para atentar, violentar y afectar la ciudadanía. Esos personajes no tienen buenas intenciones, lo sabe cualquiera. El que se esconde bajo una máscara, trapo u otro elemento es porque no quiere que lo identifiquen al tirar piedras y palos, contra los bienes públicos y privados.

Si las manifestaciones deben ser pacíficas y en orden, entonces se debe proceder de conformidad, vigilando, actuando y no dando la impresión de fragilidad, miedo y sumisión frente al terror. La democracia subsiste cuando hay orden y disciplina social.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Colapsos


José Leonardo Rincón, S. J.*

José Leonardo Rincón Contreras
Dícese de colapsar algo: paralización o disminución importante del ritmo de una actividad. O destrucción o ruina de un sistema, una institución o una estructura. Me quedo con la segunda acepción.

En 1945 cesó el mayor holocausto de la historia, ese segundo capítulo de un conflicto mundial que segó la vida de por lo menos 60 millones de personas. Ese tan increíble como absurdo afán de unos cuantos locos fascistas de querer dominar el mundo buscando su uniformidad bajo su férrea disciplina, de buscar una raza humana perfecta y pura, de lograr doblegar voluntades a la del caudillo, de someter a todos bajo la fuerza bruta, de alinear y alienar a todos con un mismo modelo, de negar la mínima capacidad de crítica o pensamiento autónomo. Ha sido un sistema cuyos estertores de muerte todavía se escuchan. Hay rezagos porque hay nostalgias y añoranzas de mano dura.

Hace 30 años pude ver lo que nunca creí poder ver en mi vida, acostumbrado como estaba a la guerra fría propiciada por dos bloques en conflicto: capitalismo y comunismo, dos gigantes que se repartían peleados el mundo. Por eso, ser testigo de la caída del muro de Berlín, ese muro infame que cual cortina de hierro, después de la Segunda Guerra Mundial, dividió Alemania, media Europa y al mundo en Este-Oeste, fue una noticia extraordinaria. La opresión del sistema comunista llegó a su final. La gente se hartó de no poder vivir en libertad, de no poder expresarse auténticamente, de tener que consumir lo que el régimen decidiera, pero, sobre todo, de vivir injusticias e inequidades en un aparato que proclamaba igualdad para todos, claro, donde “unos eran más iguales que otros”, al decir de Animal Farm. Sobreviven algunos de tan fracasado y mentiroso modelo.

En 2001, sin pretensiones proféticas, al ver caer las torres gemelas en Nueva York, sobrepasado el shock de tan inverosímil como imperdonable acto terrorista que cobró miles de vidas, lo primero que se me ocurrió reflexionar fue que con esa caída se daba inicio al comienzo del fin del sistema capitalista. Ese sistema tan bellaco y cruel como los otros, donde nos creemos libres, pero estamos esclavizados por el afán consumista, donde se dice que hay libertad de expresión, pero se persigue y desaparece al que piensa diferente, donde no hay ni igualdad ni equidad porque unos pocos trabajan y la mayoría pobre, al decir de los ricos, es una partida de vagos y perezosos; donde la justicia es para aplicarla según dineros y conveniencias. Apenas era el comienzo, porque lo que hemos vivido estos años, pero particularmente estas últimas semanas, revela a todas luces un malestar generalizado, un cansancio y un hastío que está llegando a sus límites. No en vano las protestas y las marchas por doquier.

En el Manifiesto al servicio del personalismo, Enmanuel Mounier, hace varias décadas, denunciaba ya a esta trilogía de sistemas que por atentar contra la dignidad de la persona eran (y son) realmente inhumanos. Uno a uno, han venido derrumbándose. Poco a poco todos han ido colapsando. No podría ser de otra manera. Es verdad que de todos hay todavía rezagos que se niegan a ser superados y pasar a la historia. Pero sus días están contados. Es un fenómeno que los filósofos de la llamada posmodernidad definen como el fracaso de las ideologías, la crisis de los meta-relatos, el desenmascaramiento de esos discursos falaces que un día ilusionaron masas populares enteras, pero pronto produjeron desazón y desencanto. En el fondo son lo mismo, así como en la fiesta de disfraces se arropen con atuendos diferentes.

Las manifestaciones en Chile (modelo de “prosperidad” latinoamericana), Ecuador, Haití, España, Francia, Líbano, Hong Kong, México, Brasil, Venezuela, Turquía, por no listar todos los países, algo están indicando, algo grave está pasando. Los clamores populares se escuchan. El Papa Francisco lo viene cantaleteando desde hace años, el reciente Sínodo de los Obispos, a propósito de sus reflexiones sobre la Amazonia, lo ha corroborado. Hasta el mismo Secretario General de la ONU ha llamado la atención a los gobernantes por su indiferencia ante lo que la gente pide. Por eso, el “mea culpa” público que ha hecho Sebastián Piñera, el presidente de Chile, no puede reflejar mejor el temor ante su propio colapso, pidiendo perdón por no haber hecho a tiempo las reformas sociales que el pueblo reclamaba. Como dice Perales en su canción: “quizás para mañana sea tarde”.

Y lo que pasó y está pasando en Colombia, igualmente es muy indicativo. ¿Será que hay gente con dos dedos de frente, capaz de interpretar lo que está pasando?, ¿las marchas estudiantiles?, ¿los resultados de las elecciones, donde los mayores perdedores son los polarizantes? Quizás algunos quieran ver, quizás quieran escuchar… no sea que para mañana sea tarde y acontezca un nuevo colapso.

jueves, 10 de octubre de 2019

Vigía: brisita bolivariana


Por John Marulanda*

John Marulanda
Son casi adolescentes. Visten camiseta, jean, tenis. Encapuchados y embozados, corren con su mochila bien pegada a la espalda. Furibundos, son hábiles pintarrajeando con aerosol cuanta pared o carro se les atraviese, lanzando papas bombas y cocteles molotov y chillan de alegría cuando rompen vidrieras y vitrinas, y cuando apedrean a la policía. Demuelen vallas, barreras, cabinas, cajeros, casetas. Voltean e incineran carros de transporte público, preferencialmente. Vociferan contra lo mismo de siempre: el imperialismo yanki, el capitalismo explotador, la burguesía vendepatria, la brutalidad policial, enemigos ahora empapados de diversidad de género, minorías, clima y verde amazónico. Vandalizan la ciudad de México, las playas de Río, el comercio de Quito, las calles de Bogotá.

En esta nueva-vieja violencia callejera latinoamericana sobresale el uso de redes sociales como sistemas de motivación y convocatoria, y la actitud defensiva, pasiva de la Fuerza Pública que muchas veces prefiere correr que enfrentar a los violentos. En Perú, Ecuador y Colombia, algunos venezolanos han estado involucrados activamente en los recientes motines.

En Ecuador, el presidente Moreno acusó a Maduro y a Correa de promover la desestabilización de su país y ante la posibilidad de un desorden mayor en Quito trasladó la sede del gobierno a Guayaquil, hacia donde se dirigen los indígenas indignados. Para el analista ecuatoriano Mario Pazmiño “Después de la reunión del Foro de Sao Paulo en Venezuela, en julio, los tradicionales grupos terroristas han anunciado el reinicio de sus actividades: Sendero Luminoso en Perú, AVC en Ecuador, FARC en Colombia”.

En Colombia, llama la atención la concurrencia de renovados ataques al ejército en Catatumbo, Arauca, Cauca y Chocó, con protestas en las principales ciudades del país, en donde actúan seis células “revolucionarias” financiadas por narcotráfico y oro contrabandeado desde Venezuela. Algo ladra en la región y lo único que nos faltaría, es que agentes del madurismo, entrenados por cubanos e iraníes, se integren a esas células de terroristas, haciéndole la segunda a los narcos FARC-ELN en su nueva estrategia de guerra. ¿Es todo esto la “brisita bolivariana” que anunció Diosdado Cabello hace pocas horas?

Las autoridades judiciales, policiales y militares, deberán responder a este nuevo reto y prevenir una desestabilización mayor. Ya se sabe que la turbamulta es una llama que empieza en un parque y termina en un ruinoso incendio generalizado. Los comunistas son expertos en esta técnica y lo que logren en Carondelet servirá para consolidar con Miraflores, la tenaza sobre Colombia.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Protestas de protestas


José Leonardo Rincón, S. J.*

José Leonardo Rincón ContrerasEstaba escribiendo sobre las protestas sociales que se originan en causas justas y terminan en vandalismo y violencia por la infiltración de agitadores profesionales y tuve que parar para hacer necesarias distinciones. Hay protestas de protestas.

Como javeriano nunca imaginé ver al Esmad entrando un día a nuestro campus universitario echando gases lacrimógenos. Con esa fama de ser una universidad de niños pupis o gomelos, delicaditos e indiferentes ante los problemas sociales, que en vez de piedra tiran sparkies, donde la carrera más difícil de pasar es la carrera séptima, uno qué iba a pensar ver a sus estudiantes en marchas y protestando. Pues bien, parece que las cosas han cambiado.

Y las cosas cambian cuando se mide injustamente con el mismo rasero. El gobierno no puede reprimir la protesta social confundiéndola con actividades terroristas. Porque una cosa es  la reacción masificada, airada y enloquecida del pueblo reprimido en determinadas situaciones en las que las masas manipuladas son capaces de vandalizar: robar, incendiar, destruir, asesinar… y otra cosa es protestar solidariamente, como pasó en estos dias, porque se observa el uso desmedido de la fuerza pública en la universidad del frente, porque se rechaza la intromisión en los campus universitarios afectando gente que no tiene nada que ver, porque los muchachos de la Distrital no quieren más corrupción y deshonestidad y hay que apoyarlos, porque no hay derecho a que jóvenes con las manos arriba gritando “¡no más violencia!” sean agredidos por la policía.

La situación es compleja, de eso no cabe la menor duda, y por eso se requiere sensatez e inteligencia. El llamado “bogotazo” del 9 de abril, con ocasión del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, prácticamente destruyó media ciudad. Por eso me pareció irresponsable lo que le escuché decir hace unas semanas a un político quien, en tono amenazante, advertía que, si algo le pasaba a su jefe, podría generarse una confrontación social similar a aquella de hace 70 años. Eso me hizo pensar cuán peligrosas son estas reacciones masivas donde una pequeña y provocada chispa puede desatar situaciones inimaginadas y cómo, a la hora de la verdad, algo que parece tan espontáneo, en realidad esté fríamente calculado.

En esa misma dirección, pienso que estos estallidos no son gratuitos. Como seres humanos, vamos acumulando traumas, dolores, resentimientos, heridas, complejos, rencores, odios, envidias, necesidades básicas no satisfechas. Somos como una olla de presión que, si no tiene una válvula de escape, un drenaje a todo esto, efectivamente se acumula, se acumula y se acumula tanto, hasta que finalmente estalla. Esto es lo que muchos no miden, ni toman conciencia. Eso es de lo que la clase política abusa: mienten siempre en sus propuestas, roban cuando ejecutan, disfrutan de altos salarios trabajando lo menos, polarizan con sus discursos incendiarios, colman la paciencia de los más débiles y necesitados, aprietan y presionan tanto, hasta que finalmente logran que el pueblo explote y lo haga propiamente de un modo no pacífico y con consecuencias jamás previstas. Lo tragicómico del cuento es que el pueblo pueblo es el que siempre pierde, el que siempre pone los muertos. Son, finalmente, las víctimas de esos que de día generan la desgracia con sus locuaces discursos polarizantes y parecen odiarse e insultarse, pero en la noche departen alegremente como buenos amigos alrededor de unos cuantos whiskys y una suculenta cena.

Las protestas son una saludable expresión que no debe reprimirse, pero quienes las organizan no deben permitir que infiltrados agitadores, extraños aparecidos que emergen de pronto, ocultos sus rostros tras sus capuchas, se apoderen de causas nobles y las distorsionen, generando caos y confusión. Ya en el pasado reciente se denunció a estos sinvergüenzas, se vio claramente de dónde provenían y qué buscaban e incluso las cámaras de televisión registraron quiénes eran los que realmente hacían los daños. ¡Cuidado! Y que tengan cuidado las así llamadas autoridades con las marchas pacíficas que ellos mismos violentan a punta de innecesarias agresiones con chorros de agua, bolillos, gases lacrimógenos y hasta bala. Sus abusos no tienen excusa, resultan intolerables y se vuelven en contra del régimen que dicen defender. La historia lo sabe y quieren repetirla. No se diga más.

viernes, 22 de marzo de 2019

De marchas y paros


Por José Leonardo Rincón, S. J.*

José Leonardo Rincón
Confieso que he estado tan absorbido en mis trabajos que no he podido hacerle un seguimiento y análisis más profundo a las razones de fondo que motivan las recurrentes marchas y paros que afectan nuestro país. Mejor dicho, se han vuelto ya tan comunes y frecuentes que prácticamente hacen parte de nuestro paisaje nacional. No sé si hoy día sigue pasando lo mismo en Buenos Aires, pero hace poco más de una década, me contaban allí que todos los días había una marcha, una huelga, un paro distinto.

De nuestras marchas y paros criollos sí me llama la atención que se vuelvan cíclicos y reiterativos, apelando a las mismas estrategias y metodologías. Ahora, nos afecta el bloqueo que los indígenas realizan a la vía Panamericana. Llevan ya varios días y no se visualiza solución pronta. ¿Qué es lo que reclaman? Repito, solo de oídas, entiendo que mayor atención a sus etnias. En la agenda se colocan otros temas, pero en el fondo se están buscando recursos económicos. Se exige, pero no se concede, dadas las vías de hecho, los actos violentos e incluso el asesinato de un policía, la presencia del Presidente. Eso me llama la atención también: con qué disposición, presteza y absoluta dedicación se fue a la frontera con Venezuela a llevar ayudas, estar con la gente, promover las marchas y tratar de introducirlas al vecino país, con los extranjeros, pero no de la misma manera con los propios. No entiendo en unos y otros sus actitudes. Me parece que ambos le “maman gallo” al país.

Y es que no puedo entender por qué cada cierto tiempo hay que marchar y hay que parar. Igual pasará pronto con los camioneros, igual pasa cada tiempo con el magisterio oficial, con gente de los juzgados, los pilotos, etc. Estos eventos hacen parte ya de la agenda del país. Lo saben ellos, lo saben los políticos de turno en el poder y lo padecemos el resto. La película es más o menos la misma en su libreto. Quizás los actores se vayan renovando un poco, pero el fenómeno es el mismo: se marcha, se para, hasta que se sientan a negociar, se hacen acuerdos, se firman, se levanta el paro y la protesta, hasta dentro de un tiempo, cuando se vuelve a parar y se argumenta lo mismo: de un lado, que no se cumplieron los acuerdos y, de otro, que estos movimientos son siempre insaciables y los manipula políticamente la guerrilla. Siempre es la misma historia. ¿Hasta cuándo?

Me parece que la protesta es un derecho. Creo que cuando hay condiciones injustas la gente no se puede callar. Y estoy convencido de que quien tiene la autoridad o poder confiado por ese mismo pueblo que lo eligió para el cargo, tiene la obligación de servir no a sus mezquinos y particulares intereses, sino a los intereses del bien común. Esas son las premisas neutras. Y las llamo así porque cuando uno va a ver, en realidad siempre hay intereses en juego, otro tipo de móviles. En el ya mentado caso de la frontera, por ejemplo, el interés no era la ayuda humanitaria. Por eso ni la ONU, ni la Cruz Roja, ni Caritas, se prestaron para el juego. El interés era netamente político contra Maduro. Y aunque era justo y razonable lo que se buscaba, el método y el disfraz que se usó, fue lo que no hizo prosperar el asunto. Así de simple.  En el caso de los pilotos, por ejemplo, si se hubieran limitado a pedir lo que realmente necesitaban, otra hubiera sido la historia. Pero estamos acostumbrados siempre a pedir más, para luego ceder o conceder rebajas. Necesitamos 30, pero pidamos 100 a ver si nos dan 50. ¿Ese es nuestro estilo, o no?

La legítima y justa protesta debe hacerse. Cuando los movimientos sindicales se vuelven voraces e insaciables, la buena causa se desvirtúa, pierde credibilidad, no encuentra el eco suficiente. Recuerden el caso de Colpuertos hace ya varias décadas y otras tantas empresas que fueron llevadas a la quiebra por querer tener todo y ofrecer poco o nada a cambio. Se quedaron sin el pan y sin el queso y perdimos todos como país.

Los dirigentes políticos en cargos del Estado deberían ser serios. Tienen que ser responsables con los bienes públicos que se les han confiado, pero no pueden ser ciegos ante las reales necesidades de sus interlocutores. Tampoco pueden ser irrespetuosos a la hora de negociar. Ese cuento de que con tal de quitarse el paro de encima, prometen y firman un montón de cosas que saben que después no se van a cumplir, es realmente un adefesio vergonzoso.

Como ciudadanos vale la pena estar más atentos a esto que nos pasa y afecta. Vale la pena indagar sobre los pliegos de petición, vale la pena fiscalizar el proceder de los funcionarios estatales. Vale la pena tomar posición frente a lo que pasa. Estas marchas y paros nos cuestan cientos y miles de millones. Entonces, ¿Qué es mejor? ¿Vivir eternamente en paros y marchas o buscar una gestión eficiente que con equidad y justicia, que realmente busque el bien común? Como ya sabemos la respuesta, trabajemos entonces por esa causa.