viernes, 1 de noviembre de 2019

Colapsos


José Leonardo Rincón, S. J.*

José Leonardo Rincón Contreras
Dícese de colapsar algo: paralización o disminución importante del ritmo de una actividad. O destrucción o ruina de un sistema, una institución o una estructura. Me quedo con la segunda acepción.

En 1945 cesó el mayor holocausto de la historia, ese segundo capítulo de un conflicto mundial que segó la vida de por lo menos 60 millones de personas. Ese tan increíble como absurdo afán de unos cuantos locos fascistas de querer dominar el mundo buscando su uniformidad bajo su férrea disciplina, de buscar una raza humana perfecta y pura, de lograr doblegar voluntades a la del caudillo, de someter a todos bajo la fuerza bruta, de alinear y alienar a todos con un mismo modelo, de negar la mínima capacidad de crítica o pensamiento autónomo. Ha sido un sistema cuyos estertores de muerte todavía se escuchan. Hay rezagos porque hay nostalgias y añoranzas de mano dura.

Hace 30 años pude ver lo que nunca creí poder ver en mi vida, acostumbrado como estaba a la guerra fría propiciada por dos bloques en conflicto: capitalismo y comunismo, dos gigantes que se repartían peleados el mundo. Por eso, ser testigo de la caída del muro de Berlín, ese muro infame que cual cortina de hierro, después de la Segunda Guerra Mundial, dividió Alemania, media Europa y al mundo en Este-Oeste, fue una noticia extraordinaria. La opresión del sistema comunista llegó a su final. La gente se hartó de no poder vivir en libertad, de no poder expresarse auténticamente, de tener que consumir lo que el régimen decidiera, pero, sobre todo, de vivir injusticias e inequidades en un aparato que proclamaba igualdad para todos, claro, donde “unos eran más iguales que otros”, al decir de Animal Farm. Sobreviven algunos de tan fracasado y mentiroso modelo.

En 2001, sin pretensiones proféticas, al ver caer las torres gemelas en Nueva York, sobrepasado el shock de tan inverosímil como imperdonable acto terrorista que cobró miles de vidas, lo primero que se me ocurrió reflexionar fue que con esa caída se daba inicio al comienzo del fin del sistema capitalista. Ese sistema tan bellaco y cruel como los otros, donde nos creemos libres, pero estamos esclavizados por el afán consumista, donde se dice que hay libertad de expresión, pero se persigue y desaparece al que piensa diferente, donde no hay ni igualdad ni equidad porque unos pocos trabajan y la mayoría pobre, al decir de los ricos, es una partida de vagos y perezosos; donde la justicia es para aplicarla según dineros y conveniencias. Apenas era el comienzo, porque lo que hemos vivido estos años, pero particularmente estas últimas semanas, revela a todas luces un malestar generalizado, un cansancio y un hastío que está llegando a sus límites. No en vano las protestas y las marchas por doquier.

En el Manifiesto al servicio del personalismo, Enmanuel Mounier, hace varias décadas, denunciaba ya a esta trilogía de sistemas que por atentar contra la dignidad de la persona eran (y son) realmente inhumanos. Uno a uno, han venido derrumbándose. Poco a poco todos han ido colapsando. No podría ser de otra manera. Es verdad que de todos hay todavía rezagos que se niegan a ser superados y pasar a la historia. Pero sus días están contados. Es un fenómeno que los filósofos de la llamada posmodernidad definen como el fracaso de las ideologías, la crisis de los meta-relatos, el desenmascaramiento de esos discursos falaces que un día ilusionaron masas populares enteras, pero pronto produjeron desazón y desencanto. En el fondo son lo mismo, así como en la fiesta de disfraces se arropen con atuendos diferentes.

Las manifestaciones en Chile (modelo de “prosperidad” latinoamericana), Ecuador, Haití, España, Francia, Líbano, Hong Kong, México, Brasil, Venezuela, Turquía, por no listar todos los países, algo están indicando, algo grave está pasando. Los clamores populares se escuchan. El Papa Francisco lo viene cantaleteando desde hace años, el reciente Sínodo de los Obispos, a propósito de sus reflexiones sobre la Amazonia, lo ha corroborado. Hasta el mismo Secretario General de la ONU ha llamado la atención a los gobernantes por su indiferencia ante lo que la gente pide. Por eso, el “mea culpa” público que ha hecho Sebastián Piñera, el presidente de Chile, no puede reflejar mejor el temor ante su propio colapso, pidiendo perdón por no haber hecho a tiempo las reformas sociales que el pueblo reclamaba. Como dice Perales en su canción: “quizás para mañana sea tarde”.

Y lo que pasó y está pasando en Colombia, igualmente es muy indicativo. ¿Será que hay gente con dos dedos de frente, capaz de interpretar lo que está pasando?, ¿las marchas estudiantiles?, ¿los resultados de las elecciones, donde los mayores perdedores son los polarizantes? Quizás algunos quieran ver, quizás quieran escuchar… no sea que para mañana sea tarde y acontezca un nuevo colapso.

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