José
Leonardo Rincón, S. J.*
Dícese de colapsar algo: paralización o disminución importante del ritmo
de una actividad. O destrucción o ruina de un sistema, una institución o una
estructura. Me quedo con la segunda acepción.
En 1945 cesó el mayor holocausto de la historia, ese segundo capítulo de
un conflicto mundial que segó la vida de por lo menos 60 millones de personas. Ese
tan increíble como absurdo afán de unos cuantos locos fascistas de querer
dominar el mundo buscando su uniformidad bajo su férrea disciplina, de buscar
una raza humana perfecta y pura, de lograr doblegar voluntades a la del
caudillo, de someter a todos bajo la fuerza bruta, de alinear y alienar a todos
con un mismo modelo, de negar la mínima capacidad de crítica o pensamiento
autónomo. Ha sido un sistema cuyos estertores de muerte todavía se escuchan.
Hay rezagos porque hay nostalgias y añoranzas de mano dura.
Hace 30 años pude ver lo que nunca creí poder ver en mi vida,
acostumbrado como estaba a la guerra fría propiciada por dos bloques en
conflicto: capitalismo y comunismo, dos gigantes que se repartían peleados el
mundo. Por eso, ser testigo de la caída del muro de Berlín, ese muro infame que
cual cortina de hierro, después de la Segunda Guerra Mundial, dividió Alemania,
media Europa y al mundo en Este-Oeste, fue una noticia extraordinaria. La
opresión del sistema comunista llegó a su final. La gente se hartó de no poder
vivir en libertad, de no poder expresarse auténticamente, de tener que consumir
lo que el régimen decidiera, pero, sobre todo, de vivir injusticias e
inequidades en un aparato que proclamaba igualdad para todos, claro, donde
“unos eran más iguales que otros”, al decir de Animal Farm. Sobreviven algunos de
tan fracasado y mentiroso modelo.
En 2001, sin pretensiones proféticas, al ver caer las torres gemelas en
Nueva York, sobrepasado el shock de tan inverosímil como imperdonable acto terrorista
que cobró miles de vidas, lo primero que se me ocurrió reflexionar fue que con
esa caída se daba inicio al comienzo del fin del sistema capitalista. Ese
sistema tan bellaco y cruel como los otros, donde nos creemos libres, pero
estamos esclavizados por el afán consumista, donde se dice que hay libertad de
expresión, pero se persigue y desaparece al que piensa diferente, donde no hay
ni igualdad ni equidad porque unos pocos trabajan y la mayoría pobre, al decir
de los ricos, es una partida de vagos y perezosos; donde la justicia es para
aplicarla según dineros y conveniencias. Apenas era el comienzo, porque lo que
hemos vivido estos años, pero particularmente estas últimas semanas, revela a
todas luces un malestar generalizado, un cansancio y un hastío que está
llegando a sus límites. No en vano las protestas y las marchas por doquier.
En el Manifiesto al servicio del personalismo, Enmanuel Mounier, hace
varias décadas, denunciaba ya a esta trilogía de sistemas que por atentar
contra la dignidad de la persona eran (y son) realmente inhumanos. Uno a uno,
han venido derrumbándose. Poco a poco todos han ido colapsando. No podría ser
de otra manera. Es verdad que de todos hay todavía rezagos que se niegan a ser superados
y pasar a la historia. Pero sus días están contados. Es un fenómeno que los
filósofos de la llamada posmodernidad definen como el fracaso de las
ideologías, la crisis de los meta-relatos, el desenmascaramiento de esos
discursos falaces que un día ilusionaron masas populares enteras, pero pronto
produjeron desazón y desencanto. En el fondo son lo mismo, así como en la
fiesta de disfraces se arropen con atuendos diferentes.
Las manifestaciones en Chile (modelo de “prosperidad” latinoamericana), Ecuador,
Haití, España, Francia, Líbano, Hong Kong, México, Brasil, Venezuela, Turquía,
por no listar todos los países, algo están indicando, algo grave está pasando. Los
clamores populares se escuchan. El Papa Francisco lo viene cantaleteando desde
hace años, el reciente Sínodo de los Obispos, a propósito de sus reflexiones
sobre la Amazonia, lo ha corroborado. Hasta el mismo Secretario General de la
ONU ha llamado la atención a los gobernantes por su indiferencia ante lo que la
gente pide. Por eso, el “mea culpa” público que ha hecho Sebastián Piñera, el
presidente de Chile, no puede reflejar mejor el temor ante su propio colapso,
pidiendo perdón por no haber hecho a tiempo las reformas sociales que el pueblo
reclamaba. Como dice Perales en su canción: “quizás para mañana sea tarde”.
Y lo que pasó y está pasando en Colombia, igualmente es muy indicativo.
¿Será que hay gente con dos dedos de frente, capaz de interpretar lo que está
pasando?, ¿las marchas estudiantiles?, ¿los resultados de las elecciones, donde
los mayores perdedores son los polarizantes? Quizás algunos quieran ver, quizás
quieran escuchar… no sea que para mañana sea tarde y acontezca un nuevo
colapso.
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