José Leonardo Rincón, S.
J.
Imposible borrar de la
memoria a alguien que dejó huella por ser líder auténtico, controvertido,
simpático y serio a la vez, claro en sus convicciones, libre en su modo de
proceder, austero en su modo de vivir, francote y directo, pastor cercano de
lenguaje entendible y práctico. Francisco ha dejado una huella en la historia
del mundo y de la Iglesia que recordaremos siempre.
Sobre él se ha escrito
tanto que ya poco podría añadirse. Personalmente lo he hecho al menos en cuatro
ocasiones y no sé qué más decir, salvo las anécdotas e historias inéditas que a
nivel personal los protagonistas quieran narrar o contar. Eso haré hoy.
Personalmente no
olvidaré que buena parte de mi relación con Argentina y su gente querida desde
el primer momento que estuve en el país austral, tuvo como personaje central de
conversación a Jorge Bergoglio. Y lo fue desde la narrativa de leyenda cargada
en contra de este hombre histórico hasta la experiencia propia, particular, sin
mediaciones ni hermenéuticas, del pontífice que alentó nuestra fe. Era el
mismo, pero era distinto. No creo haber visto una evidencia mayor del actuar
del Espíritu.
La foto que publiqué
nuevamente en Facebook y que tanto ha llamado la atención evoca uno de los tres
momentos en que tuve la gracia de encontrarme con él en Roma, en el año 2015:
el miércoles lo pude saludar en la Plaza de San Pedro durante la audiencia
general; el viernes concelebrar la eucaristía en la capilla de Santa Marta y
conversar un rato con él, y el sábado, en la audiencia que concedió en el aula
Pablo VI a quienes participábamos en el congreso mundial de educación católica.
De los dos primeros
encuentros me detengo en dos detalles inolvidables:
El primero, el de la Plaza
de San Pedro. Gracias a mi amigo Alberto Bustamante, sacerdote cordobés y amigo
de Bergoglio, se consiguió que pudiésemos estar cerca al domo en el ala
reservada para los argentinos. Tuve acceso privilegiado para estar en primera
fila y poder saludar de mano al Papa, pero por mi altura resulté tapándole la
visión a una pareja argentina que llevaba su pequeña hija de unos 8 años. Me
pidieron cambiar de puesto lo que implicaba renunciar a saludar de mano al
Pontífice. Rápidamente reflexioné que yo no era argentino, además cura y de clergyman,
que era más importante para esa familia tener el acceso directo y que para mí. Ya
era mucho cuento tenerlo cerca y poderlo ver a menos de dos metros. Esa "oblación
de mayor estima y momento", como diría San Ignacio, tuvo su recompensa
pues, cuando Francisco pasó saludando de mano a los de primera fila y se detuvo
a bromear con mi amigo, después de saludar a la pareja y la niña, el Santo
Padre me miró sonriente y con su brazo apartó al papá y me extendió su mano
para saludarme, gesto excepcional que nunca olvidaré y del que tengo también
evidencia fotográfica. ¡Realmente emocionante!
Como anécdota adicional
intermedia, que servirá para entender mejor el segundo encuentro, tengo que
decir que le llevaba yo al Papa un libro de regalo que desistí de dárselo
cuando comprobé con cierta decepción que en la audiencia la gente le daba por
cantidades regalos de todo tipo, uno de ellos, incluso, una pintura de dos
metros de alto (!), regalos que su guardia personal tomaba e iba acumulando
detrás del domo. Mi libro era único y no quise yo que corriese la suerte de
quedar como uno más entre ese cúmulo de chécheres anónimos y olvidados.
El segundo, en Santa
Marta. Gracias a Guillermo Ortiz, jesuita argentino que trabajaba en Radio Vaticana,
pude ir a la residencia del Papa para concelebrar la eucaristía con él en su
capilla y después saludarlo personalmente, evento que corresponde al de la foto
publicada.
Puntual estuve antes de
las 7 de la mañana. Fue bello privilegio estar allí para celebrar la fe. Al
final tuve un incidente porque un sacerdote que estaba concelebrando se puso mi
saco y yo noté que el que me iba a poner no era el mío. Mientras se arregló el
asunto el hecho es que fui el último en entrar nuevamente a la capilla y quedé
relegado literalmente al último puesto. Y aquí se vuelve a hacer realidad
aquello de que "no hay mal que por bien no venga" y de que "los
últimos serán los primeros" porque cuando Francisco salió de la
capilla y yo con angustia vi que se esfumaba la posibilidad de saludarlo y
entregarle mi regalo, me puse de pies con el propósito de irme detrás de él,
pero uno de los guardias me detuvo y me dijo que enseguida podría hacerlo, así
que quedé ahora literalmente de primero en la fila para saludarlo. Lo seguí a menos de dos metros caminando
detrás suyo hasta que salimos a un hall donde él se detuvo, dio media
vuelta y quedamos frente a frente. Yo quedé paralizado al verlo, su rostro
sonriente, radiante, iluminado, me dejó sin palabras, anonadado, lelo. Fue él
quien me hizo el gesto con sus manos de que me acercara. ¿No iba pues a
saludarlo? Todo el tiempo me tuvo agarrado de sus manos. Y yo no sabía qué
decir ante semejante shock emocional. Hasta que solté la lengua y
torpemente le conté quien era, de dónde iba y demás. Le dije que le llevaba un
regalo, un libro que él conocía bien porque su amigo Jorge Luis Borges lo tenía
entre los preferidos de su biblioteca personal, que él había prologado, “El imperio
jesuítico”, de Leopoldo Lugones, y que otro amigo común, Guillermo Salerno,
dueño de la editorial Kapeluz, me había pedido hacerle un segundo prólogo, con
ocasión de su reedición. En ese instante Francisco emocionado me soltó dando un
grito y un guardia se me abalanzó creyendo que yo le había hecho daño al
pontífice. Obviamente se dio inmediata cuenta de que había sido solo un gesto
espontáneo de alegría. Inolvidable.
Querido Francisco, vete
en paz, goza de Dios, hiciste bien tu tarea. No te olvidaremos nunca.
Personalmente, no te olvidaré. ¡Gracias!