Luis Alfonso García Carmona
Es imperativo
reconocer que vivimos un tiempo trastornado por la agitación política, la
criminalidad desbordada, la ausencia de una correcta dirección del Estado, el
temor por el recrudecimiento del terrorismo y el inequitativo trato a las
personas más vulnerables.
No es extraño,
entonces, que gran parte de la población se hunda en una profunda indiferencia
por los asuntos relacionados con la política y opte por enclaustrarse en sus
propias necesidades y anhelos, en despreocuparse de la suerte de los demás y en
vivir apartada de los intereses colectivos.
La llegada de la
Navidad es una óptima oportunidad para hacer un alto en este desdichado camino,
para celebrar con sana alegría el advenimiento del Señor Jesucristo, nuestro
Padre y Creador, hecho hombre para compartir las flaquezas y sufrimientos de
todos los seres humanos.
Es el
acontecimiento más trascendental en la historia de la humanidad, aunque lo
queramos convertir en una francachela para rendir culto al consumismo, a los
excesos en la búsqueda de toda clase de placeres mundanos y al olvido de la
verdadera razón de la celebración.
La invasión de
culturas extrañas, acompañada de un modernismo sin gracia y sin fundamento
cultural, nos ha llevado a cambiar nuestras tradiciones cristianas (la Novena
de Aguinaldos, el pesebre de Belén, la adoración a la Sagrada Familia, los
villancicos, las reuniones familiares acompañadas de nuestra gastronomía
criolla) por inventos que nada tienen que ver con nuestra idiosincrasia ni
nuestras creencias (el Santa Claus, los
abetos, los renos, el árbol con luces, el consumo exagerado de alcohol, etc.)
Pasado el efímero
efecto de este frenesí, queda el vacío, la resaca y el regreso a nuestra triste
realidad. ¿Por qué no reflexionar con calma sobre la búsqueda de la verdadera
alegría y el cumplimiento de nuestra misión como hijos de Dios en nuestro paso
por el mundo terrenal?
Máxima guía en esta
reflexión debería ser la frase del apóstol Pablo: “Estén alegres en el
Señor”. Solo así sentiremos una profunda alegría que nacerá en nuestros
corazones y se proyectará a nuestros seres queridos y al prójimo en general. Es
tiempo de examinar nuestras vidas, reconciliarnos con el Señor si nos hemos
apartado de su palabra, y preguntarnos cómo podemos aportar algo en la solución
de los desastres que agobian a nuestra patria.
La indiferencia por
los intereses de nuestros coterráneos no puede enmarcar nuestro paso por el
mundo. El mandato de “Amaos los unos a los otros” no es una simple
sugerencia, es de obligatorio cumplimiento para todos los hijos de Dios. No nos
refugiemos en la excusa de que estamos hastiados de la política para no
participar en ella. Si nosotros no lo hacemos, los representantes del mal,
sí lo harán. Por eso su voto valdrá más que el nuestro.
En la satisfacción
del deber cumplido y en el seguimiento del mandato divino del amor al prójimo
encontraremos la más profunda y duradera alegría, la que no se encuentra en la
banalidad del placer material. No lo dudes.
Esta reflexión es
hoy, más que nunca, trascendental para la suerte futura del país, enfrentado a
la más terrible amenaza de toda su historia. Quienes tenemos la fortuna de
haber recibido las enseñanzas evangélicas tenemos una inmensa responsabilidad: salvar
al país, defender la patria de sus peores enemigos, emprender la reconstrucción
nacional para reimplantar los principios cristianos y valores democráticos
pisoteados por el régimen actual.





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