José Alvear
Sanín*
Antes de tocar este tema digamos que, en la
práctica, frente a los cultivos ilícitos se ha recorrido el camino que va de la
tolerancia al fomento y de este a la legitimación. Si se puede cultivar
legalmente una parcela de 3.5 hectáreas, si la aspersión aérea con glifosato le
está prohibida al gobierno, si la erradicación tiene que ser voluntaria y
pactada por escrito entre autoridades y cultivadores (y estos últimos sí pueden
usar el Roundup para combatir las plagas), nada tiene de extraño que
tengamos más de 200.000 hectáreas de coca; que representemos el 70% de la
producción mundial de cocaína; que el narcotráfico rivalice con el petróleo por
el primer lugar en las exportaciones; que sus jefes tengan garantizadas
impunidad y curules; que sea el primer generador de divisas y que fije el tipo
de cambio.
Esa enorme agroindustria fue deliberadamente
defendida, protegida y estimulada durante la presidencia de Santos, y ahora se
prepara judicialmente su legalización, porque si se autoriza por sentencia el
consumo público de estupefacientes, aun en presencia de niños, esas sustancias
no pueden seguir siendo prohibidas, porque, además —colijo— propician el
“desarrollo de la personalidad” y su comercialización genera abundante empleo
informal urbano.
Además, su gran mentor, el expresidente Santos,
nuevamente se apresura a declarar que “como esa guerra se ha perdido”, procede
la legalización de los psicotrópicos. Por eso me estremezco pensando que se
prepara otro fallo torticero y perverso para completar la conversión de
Colombia en un narcoestado pleno, siguiendo el derrotero de las fundaciones de
Soros, que tienen a nuestro nobel de paz en su directorio. No es de extrañar la
revelación del plan para “la industrialización de la coca como motor del futuro
desarrollo de Colombia”, propuesto por los señores de la Open Society.
El camino recorrido desde la sentencia infame
de Carlos Gaviria, pasando por la reciente de sus dos discípulas en la Corte Constitucional,
hasta llegar a la banalización de la cocaína como droga menos perjudicial que
el azúcar, es espeluznante. Con amplia base laboral, ingentes ingresos, amplia
representación parlamentaria y patrocinio judicial, la narcoindustria va en
camino de conquistar a Colombia, con las consecuencias de degradación en el
interior y ostracismo internacional.
El auge y el desarrollo de esta terrible peste
demuestran hasta dónde las FARC en sus dos vertientes, la
bogotano-parlamentaria y la rural-armada, han llegado a dominar la política
colombiana y a reducir a la impotencia al gobierno en esta área. ¡Por la paz
hay que tolerar las actividades, droga y minería ilegal, donde las guerrillas
tienen participación determinante, bien sea como productores o como protectores
armados, solos o asociados a carteles mexicanos…!
Es conveniente repasar esta triste historia, no
sea que de la tolerancia actual pasemos también a la legalización de la minería
ilegal. La mitigación del impacto ambiental de la minería y la extracción de
petróleo ha conducido a los estados a exigir la explotación técnica más
avanzada de esos recursos. Pero, por desgracia, por su elevado costo, con
frecuencia las multinacionales mineras y petroleras prefieren operar en países
con laxas políticas ambientales. En Colombia, en vez de preocuparnos por la
correcta explotación de esos recursos, se está imponiendo un clima contrario a
toda gran minería de minerales e hidrocarburos, hasta llegar a predicarse la
exclusión completa de fracking, en vez de exigir el sometimiento de esas
explotaciones a las más rigurosas normas de protección ambiental.
La sustitución del petróleo por el aguacate es
la fórmula infalible, seductoramente verde, para la futura y digna miseria en
el paraíso colectivista. Paradójicamente, mientras se estigmatiza la gran
minería que puede ser amigable con el entorno, nada se hace contra la
producción “artesanal” del oro y el coltán, que, curiosamente, tienen el mismo patrocinio
de las FARC y el ELN, lo que explica la tolerancia de los gobiernos frente a
esa actividad depredadora.
Vastos territorios se han convertido en
espantosos eriales y la vida ha desaparecido de ríos antes caudalosos y
fecundos. De la combinación de la retroexcavadora con el mercurio y el arsénico
depende la nueva gran industria minera de Colombia. Del oro hay muy pocos
datos, mientras lo del coltán permanece en la más profunda oscuridad.
Nuestro país compite ahora con China e
Indonesia por el primer lugar entre los países que ocasionan mayor
contaminación por mercurio y arsénico.
En Londres, el presidente Duque acaba de
declarar que es urgente combatir la minería ilegal. Como esa tolerancia no
puede continuar, el combate debe ser contundente. Bastaría con destruir todos
los equipos y detener a todos los mineros, en una operación súbita y
fulgurante, antes de que los capos de esa mortífera y depredadora industria
ordenen a sus amanuenses de las “altas cortes” que blinden la minería ilegal
con garantías similares a las que rodean la narcoindustria.
***
El Partido Verde debería llamarse Partido
Sandía, porque apenas es verde por fuera pero por dentro es rojo. Eso explica
su imperturbable silencio frente al crecimiento de los narcocultivos, el consumo
de narcóticos y la degradación ambiental ocasionada por la destrucción de las
selvas, la minería ilegal y el gigantesco derrame de crudo ocasionado por la
voladura de oleoductos, todo esto en ejercicio del sagrado “derecho de
rebelión”.