miércoles, 3 de julio de 2019

La tolerada minería ilegal


José Alvear Sanín*

José Alvear Sanín
Antes de tocar este tema digamos que, en la práctica, frente a los cultivos ilícitos se ha recorrido el camino que va de la tolerancia al fomento y de este a la legitimación. Si se puede cultivar legalmente una parcela de 3.5 hectáreas, si la aspersión aérea con glifosato le está prohibida al gobierno, si la erradicación tiene que ser voluntaria y pactada por escrito entre autoridades y cultivadores (y estos últimos sí pueden usar el Roundup para combatir las plagas), nada tiene de extraño que tengamos más de 200.000 hectáreas de coca; que representemos el 70% de la producción mundial de cocaína; que el narcotráfico rivalice con el petróleo por el primer lugar en las exportaciones; que sus jefes tengan garantizadas impunidad y curules; que sea el primer generador de divisas y que fije el tipo de cambio.

Esa enorme agroindustria fue deliberadamente defendida, protegida y estimulada durante la presidencia de Santos, y ahora se prepara judicialmente su legalización, porque si se autoriza por sentencia el consumo público de estupefacientes, aun en presencia de niños, esas sustancias no pueden seguir siendo prohibidas, porque, además —colijo— propician el “desarrollo de la personalidad” y su comercialización genera abundante empleo informal urbano.

Además, su gran mentor, el expresidente Santos, nuevamente se apresura a declarar que “como esa guerra se ha perdido”, procede la legalización de los psicotrópicos. Por eso me estremezco pensando que se prepara otro fallo torticero y perverso para completar la conversión de Colombia en un narcoestado pleno, siguiendo el derrotero de las fundaciones de Soros, que tienen a nuestro nobel de paz en su directorio. No es de extrañar la revelación del plan para “la industrialización de la coca como motor del futuro desarrollo de Colombia”, propuesto por los señores de la Open Society.

El camino recorrido desde la sentencia infame de Carlos Gaviria, pasando por la reciente de sus dos discípulas en la Corte Constitucional, hasta llegar a la banalización de la cocaína como droga menos perjudicial que el azúcar, es espeluznante. Con amplia base laboral, ingentes ingresos, amplia representación parlamentaria y patrocinio judicial, la narcoindustria va en camino de conquistar a Colombia, con las consecuencias de degradación en el interior y ostracismo internacional.

El auge y el desarrollo de esta terrible peste demuestran hasta dónde las FARC en sus dos vertientes, la bogotano-parlamentaria y la rural-armada, han llegado a dominar la política colombiana y a reducir a la impotencia al gobierno en esta área. ¡Por la paz hay que tolerar las actividades, droga y minería ilegal, donde las guerrillas tienen participación determinante, bien sea como productores o como protectores armados, solos o asociados a carteles mexicanos…!

Es conveniente repasar esta triste historia, no sea que de la tolerancia actual pasemos también a la legalización de la minería ilegal. La mitigación del impacto ambiental de la minería y la extracción de petróleo ha conducido a los estados a exigir la explotación técnica más avanzada de esos recursos. Pero, por desgracia, por su elevado costo, con frecuencia las multinacionales mineras y petroleras prefieren operar en países con laxas políticas ambientales. En Colombia, en vez de preocuparnos por la correcta explotación de esos recursos, se está imponiendo un clima contrario a toda gran minería de minerales e hidrocarburos, hasta llegar a predicarse la exclusión completa de fracking, en vez de exigir el sometimiento de esas explotaciones a las más rigurosas normas de protección ambiental.

La sustitución del petróleo por el aguacate es la fórmula infalible, seductoramente verde, para la futura y digna miseria en el paraíso colectivista. Paradójicamente, mientras se estigmatiza la gran minería que puede ser amigable con el entorno, nada se hace contra la producción “artesanal” del oro y el coltán, que, curiosamente, tienen el mismo patrocinio de las FARC y el ELN, lo que explica la tolerancia de los gobiernos frente a esa actividad depredadora.

Vastos territorios se han convertido en espantosos eriales y la vida ha desaparecido de ríos antes caudalosos y fecundos. De la combinación de la retroexcavadora con el mercurio y el arsénico depende la nueva gran industria minera de Colombia. Del oro hay muy pocos datos, mientras lo del coltán permanece en la más profunda oscuridad.

Nuestro país compite ahora con China e Indonesia por el primer lugar entre los países que ocasionan mayor contaminación por mercurio y arsénico.

En Londres, el presidente Duque acaba de declarar que es urgente combatir la minería ilegal. Como esa tolerancia no puede continuar, el combate debe ser contundente. Bastaría con destruir todos los equipos y detener a todos los mineros, en una operación súbita y fulgurante, antes de que los capos de esa mortífera y depredadora industria ordenen a sus amanuenses de las “altas cortes” que blinden la minería ilegal con garantías similares a las que rodean la narcoindustria.

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El Partido Verde debería llamarse Partido Sandía, porque apenas es verde por fuera pero por dentro es rojo. Eso explica su imperturbable silencio frente al crecimiento de los narcocultivos, el consumo de narcóticos y la degradación ambiental ocasionada por la destrucción de las selvas, la minería ilegal y el gigantesco derrame de crudo ocasionado por la voladura de oleoductos, todo esto en ejercicio del sagrado “derecho de rebelión”.