jueves, 18 de septiembre de 2025

Caronte

Fredy Angarita
Fredy Angarita

El deseo de saber qué ocurre entre la vida y la muerte sigue siendo una de las preguntas más antiguas que cargamos. Tal vez sea el misterio más íntimo que nos acompaña, ese que ninguna ciencia ha logrado apagar y que, desde siempre, las culturas y religiones han intentado responder:

En la mitología griega, el alma debía cruzar los ríos del inframundo –Estigia, Aqueronte y Lete– para alcanzar su destino. En el cristianismo, la muerte abre paso al juicio particular y a la promesa –o advertencia– del cielo, el purgatorio o el infierno. En el Islam, todos deben atravesar el puente As-Sirāt sobre el fuego. El judaísmo habla del tránsito hacia el Sheol o el Olam Haba, el mundo venidero. El budismo propone el bardo, un estado intermedio de 49 días entre muerte y renacimiento. El hinduismo, el eterno ciclo del samsara, con su paso por el Yama Loka. En la mitología nórdica, el alma cruza el río Gjöll por el puente Gjallarbrú. En la egipcia, navega el Duat, enfrentando juicios y pruebas, y en las culturas mesoamericanas, desciende al Mictlán o Xibalbá, superando retos para alcanzar el descanso.

Entre tantas versiones, hay una que siempre me ha fascinado: la que pintó Joachim Patinir en El paso de la laguna Estigia[1], una obra que hoy reposa en el Museo del Prado. Inspirado en la leyenda griega, muestra el instante en que el barquero Caronte lleva a las almas hacia su destino. Según la tradición, solo quienes recibían sepultura y una moneda en la boca –el óbolo– podían pagar el viaje. Patinir retoma esa imagen, pero la tiñe con un sentido cristiano y moralizante, uniendo dos visiones de un mismo misterio: el tránsito.

Hoy, sin embargo, hemos inventado un cruce distinto. No un río, no un puente, sino un código: los llamados griefbots[2] o “bots del duelo”. Programas de inteligencia artificial que simulan la voz, las palabras y hasta las emociones de personas fallecidas, con la promesa de acompañar a quienes les sobreviven. Son una especie de Deepfake[3] benevolente que, con frases programadas, intenta decirte que tu ser querido está bien… que aún te escucha.

Entiendo la raíz de la idea: cerrar un duelo inconcluso, tener la ilusión de una última conversación. Pero también veo el riesgo: ¿qué pasará cuando el vacío empiece a ser llenado por una copia que responde, pero no siente?

En Colombia, no he visto aún un debate profundo sobre este tema. Hasta ahora, el tratamiento ha sido informativo, no cultural ni ético. Sin embargo, me pregunto cuánto tardará –en un país tan ingenioso para lo bueno y lo malo– en que surja alguien dispuesto a usar esta tecnología para manipular la fe, el dolor y la esperanza de la gente.

Ojalá me equivoque, porque hay viajes que no deben falsificarse, al final, aceptar que el río se cruza y no se vuelve es parte de nuestra humanidad. Y porque, por más algoritmos que inventemos, hay ausencias que solo se honran en silencio.