Fredy Angarita
El 10 de julio de 2025, Colombia amaneció con
una noticia que no debería existir: disidencias del ELN utilizaron un burro
como medio para ejecutar un atentado. Un hermano menor, como lo llamaría San
Francisco de Asís.
Treinta años sin noticias de esta índole, y aun
así, la historia se repite, con el eco amargo de lo que nunca aprendimos.
Al indagar un poco, entendí que esta aberración
no es solo nuestra. Otros conflictos han arrastrado a los animales a la
crueldad humana:
* Sri Lanka, guerra civil (1983–2009): Los Tigres Tamiles
planearon usar elefantes bomba. Aunque no hay pruebas de que se
concretaran los ataques, sí existen reportes sobre su entrenamiento.
* Afganistán e Irak (2003): burros y perros
fueron convertidos en explosivos ambulantes para atacar tropas extranjeras en
mercados y zonas rurales.
* Estados Unidos, Proyecto “Bat Bomb”
(1942–1944):
en plena Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos diseñaron un plan para
soltar murciélagos con bombas incendiarias sobre ciudades japonesas.
* Unión Soviética (1941–1942): en el frente
oriental, el Ejército Rojo entrenó perros antitanques, obligados a
correr bajo los vehículos enemigos cargando explosivos.
El común denominador es brutal: la pérdida de
cualquier código moral, una guerra sin alma, sin reglas. Los antiguos
estrategas, como Sun Tzu, advertían que el arte de la guerra no está en
el uso salvaje de la violencia, sino en su contención sabia. Una guerra sin
honor es solo barbarie.
Los Convenios de Ginebra no tienen un
artículo específico sobre el uso de animales en el conflicto, pero sí
establecen un principio rector: la prohibición del sufrimiento innecesario.
El Artículo 54[1] protege los
recursos esenciales para la población civil: agua, cultivos, ganado. En ese
marco, un burro también debería estar a salvo. Porque no es un arma, es
sustento, es compañero, es carga y memoria rural.
Volviendo a Colombia, esta escena no solo nos
enfrenta a la crudeza del conflicto, sino también a algo más profundo: la
erosión moral de una sociedad que ya no reconoce límites, que no respeta ni
a los más inocentes.
Quizá por ser animales de trabajo y no mascotas
de sofá, no haya marchas ni luto mediático por ellos. Pero el dolor no se
mide por el tamaño del animal, sino por la calidad de nuestra humanidad.
Decía San Francisco de Asís que su cuerpo era “el
hermano asno”, simple, resistente, obediente, y que cargaba con todo. Nos
toca ahora mirar si, como sociedad, no hemos convertido al otro, humano o
animal, en ese hermano asno: en alguien que sirve solo para cargar nuestras
miserias, sin voz, sin defensa, sin duelo.
Y si eso es así, nos queda una sola salida decente: recuperar la compasión, y no solo la indignación. Porque un país que usa burros como bombas no solo está en guerra, está perdido. Y porque los animales, como nosotros, también tienen historia, y merecen memoria.