Por José Leonardo Rincón, S. J.
Cuando terminé mi
servicio como rector del colegio Javeriano en Pasto, el entonces obispo y
siempre amigo, Monseñor Enrique Prado, me hizo un regalo que anhelaba yo tener:
una imagen de Jesucristo en la cruz, pero resucitado, es decir, no un crucifijo
tradicional que exhibe a Jesús clavado en cruz, sino un Jesús que, sobre la
cruz, con los brazos abiertos, se eleva al cielo en actitud alegre y
triunfante. En otras palabras, una preciosa síntesis teológica del misterio
pascual, esto es, de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor.
Es una bella obra que
no solo conservo cuidadosamente presidiendo la cabecera de mi cama, sino que,
además, todos los días me recuerda ese misterio central de nuestra fe, esa
realidad histórica y también teológica, ese devenir existencial e ineludible
que nos toca a todos, no sólo como memoria de los días santos, sino como
actualización cotidiana de una vida plena que pasa por el calvario. Porque, ¿qué
simboliza esa imagen sino exactamente eso?
Nuestra vida está llena
de agridulces. No todo es dulce, no todo es agrio. No todo es blanco, no todo
es negro. No todo es triunfo, no todo es derrota. No todo es alegría, no todo
es tristeza. No todo es vida, no todo es muerte. Nuestra existencia en una
amalgama de todas esas realidades, por eso la vida toda hay que mirarla desde
una perspectiva más amplia, más comprehensiva, para ser más realistas, más
objetivos.
Jesús de Nazaret tuvo
momentos exitosos como ese domingo de ramos en el que quisieron hacerlo rey. Su
rating de popularidad estaba a tope, había sanado enfermos, había alimentado
hambrientos, había resucitado muertos, había hablado y conmovido a muchos… pero
ese mismo pueblo exaltado de alegría y emoción, a los pocos días, decepcionado
porque Jesús no era el líder político que querían y cuando las cosas ya no
salieron como antes, se transformó en un populacho enardecido que no tuvo
reparo en gritar: ¡crucifícalo, crucifícalo! Y logró su cometido de llevarlo al
cadalso de la cruz, un asesinato infame, después de un juicio ridículamente
inicuo.
Es una lección de vida
que debe ayudarnos a poner los pies sobre la tierra. Cuando estemos en los
gloriosos, recordemos que hay dolorosos. Y viceversa. Al final, las cosas
saldrán bien. No hay mal que por bien no venga. Es verdad que después del Domingo
de Ramos viene el Viernes Santo, pero después de este, finalmente, llega el Domingo
de Resurrección; esa es la alegría de la pascua.
El crucificado-resucitado
que celebramos en estos días, es una actualización de ese misterio central de
nuestra fe. No es una memoria nostálgica sino un constante llamado a darle
sentido pleno a nuestra existencia. De este modo una vida plena es posible. ¡Felices
Pascuas de resurrección!