Por John Marulanda*
Cansada de un evismo que, a pesar de
mostrar logros económicos significativos, se erigió mesiánico y tramposo en las
urnas, la ciudadanía boliviana revalidó su NO a la reelección con prolongadas
protestas callejeras, violencia y vandalismo. Inesperadamente, la policía se
unió a las manifestaciones contra del caudillo y entonces el estamento
castrense, sin personalismos —no veo ningún general o coronel boliviano
encabezando un “gobierno de transición"— le “sugirió” al presidente
constitucional dejar el poder. Es entendible. Serían ellos, los militares, la
última instancia a la que recurriría el gobierno para restablecer el orden y
saldrían probablemente a disparar, para lo cual han sido equipados y
entrenados. Después, serían abandonados a su suerte por los mandatarios que les
dieron la orden y cargarían con toda la responsabilidad como masacradores y
asesinos.
Recordemos el caso del Palacio de
Justicia en 1985 en Bogotá. Ese fatal juego lo conocen muy bien las nuevas
generaciones de militares que no son tan tontos para caer en la misma trampa de
irresponsables élites políticas. Sin embargo, los mandos actuales entienden el
gran descontento que muestran las encuestas con las llamadas democracias,
urgidas de seguridad y orden como prerrequisitos ineludibles para cualquier
proyecto de progreso y desarrollo. Comprendiendo el sentimiento popular y sin
ambicionar ni el poder, ni el protagonismo de sus generaciones anteriores y a
contrapelo de los discursos políticos de uno y otro espectro, finalmente en sus
sables reside el rumbo de los países latinoamericanos aceptando su papel
estabilizador ante la incapacidad e ineficiencia políticas. Por otra parte, son
también los fusiles los que sostienen contra viento y marea a dictaduras como
las de Maduro, Ortega, Castro, y sus respectivas bandas.
Lo de Bolivia es ejemplarizante. El
viejo modelo golpista latinoamericano está virando a una nueva función de los
militares y a una nueva dimensión de la policía. México parece derivar en la
misma dirección. Chile y Ecuador tienen las opciones abiertas.
En Colombia, como abrebocas al paro
nacional del 21 de noviembre, un senador, impúdicamente y con torcida retórica,
utilizó un bombardeo legal, legítimo y bajo los parámetros del DIH, para vender
la imagen de una “masacre de niños” por cuenta de las fuerzas militares. El
parlamentario abonó a la desinstitucionalización del país, recabando el
negativo de los militares en las encuestas, sin mencionar el positivo, que
ronda el 70%, convirtiéndolos desde hace más de una década en la institución de
mayor confiabilidad en Colombia.