Por José Alvear Sanín*
Entre 1931 y hoy, la técnica del golpe de
Estado, recogida por Malaparte, no ha avanzado mucho en lo que dice al uso de
medios físicos contra los puntos más débiles como el transporte público, la
electricidad y hasta el acueducto, para generar con su destrucción la
desesperación y el caos, pero sí ha progresado exponencialmente en lo tocante
al uso de los medios de comunicación. Las redes sociales son prácticamente
incontrolables y el uso universal del celular facilita la difusión de
consignas, indica para dónde moverse y extiende el clima de zozobra, que muchas
veces va acompañado por el goce del desorden, la destrucción y la participación
en la consiguiente orgía de la masa en torno a ritmos primitivos y el fuego
hipnotizante…
Paralelamente, la técnica de defensa del Estado
ha avanzado de igual manera. Su espina dorsal viene desde Richelieu, creador de
los renseignements generaux suministrados
diariamente por una red de informantes. Esta, ahora, en los estados modernos,
está reforzada por los servicios de espionaje y las escuchas electrónicas. A
esto se le llama “inteligencia”. El gobierno que sabe lo que se prepara dispone
de medios superiores a los de sus enemigos de la subversión y el crimen,
empezando por la policía y el ejército, sin olvidar la batería de instrumentos
constitucionales que puede emplear para conservar el orden público, como los
estados de excepción.
Desde hacía meses sabíamos que se preparaba
algo muy grande para el 21 de noviembre. Siguiendo el adagio de que “Guerra
avisada no mata soldado”, se pensaba razonablemente que el gobierno tomaría
todas las medidas preventivas previstas por los protocolos de que se dispone,
fruto de experiencia centenaria, internacional, histórica y técnica…
No fue así. La guerra avisada, por fortuna,
causó un número mínimo, aunque lamentable, de muertes, pero metafóricamente mató
al gobierno. Este ya había dado muestras frecuentes de debilidad y
pusilanimidad, pero después del 21 consolida como el más lánguido en la
historia de Colombia. Desde don Manuel Antonio Sanclemente no se veía nada
igual…
El gobierno, en vez de apoyarlo, cambió un
inepto ministro de defensa cuando por excepción había acertado. A esta mala
señal siguió el nombramiento de otro personaje igualmente impreparado para la inminente
jornada subversiva.
Así llegamos al 21 con ejército acuartelado,
presidente que delegaba sus funciones en mil y pico de alcaldes, confiables
algunos, incapaces muchos, y varios, abiertamente enemigos, sin declaratoria de
conmoción y sin ordenar las restricciones informativas requeridas por la
ocasión.
Basta pensar en los destrozos que unos cuantos
miles de soldados desplegados a tiempo hubieran podido evitar en la Plaza de
Bolívar, en las estaciones de Transmilenio y en los centros comerciales, para
no hablar de Cali.
Afortunadamente, aunque hubo muchos estragos,
pasó mucho menos de lo que esperaban sus organizadores, que, no obstante, deben
estar muy satisfechos con los resultados obtenidos de esta tentativa de golpe,
que sin embargo resultó un buen ensayo. Ya saben cómo harán más exitosos los
incesantes paros que vendrán.
En Chile todo estaba muy bien preparado dentro
del mayor sigilo. El presidente Piñera fue entonces sorprendido por el
inesperado estallido, lo que explica sus equivocaciones. En cambio, Duque,
advertido ampliamente, no quiso prevenir lo que se venía, confiado en la magia
de los buenos consejos que no se cansaba de prodigar. Y después de lo ocurrido,
yerra culpando a “los vándalos”, porque no quiere reconocer las fuerzas que guían
a esos terroristas y que en ningún caso son ocasionales, fortuitas ni
espontáneas.
El aterrador desgaste del gobierno no presagia
nada bueno, porque desde ahora y hasta 2022 solo se podrá apuntalar con base en
componendas y concesiones.
Desde que, desoyendo las clarísimas
advertencias de Casandra, unos irresponsables abrieron las puertas de Troya para
la entrada del famoso caballo, no se recuerda nada peor.
***
Nunca ha sido más oportuno recomendar a los
gobernantes la lectura de Psicología de
las Multitudes (1895), de Gustave Le Bon.