miércoles, 27 de noviembre de 2019

Técnica de la defensa del Estado


Por José Alvear Sanín*

José Alvear Sanín
Entre 1931 y hoy, la técnica del golpe de Estado, recogida por Malaparte, no ha avanzado mucho en lo que dice al uso de medios físicos contra los puntos más débiles como el transporte público, la electricidad y hasta el acueducto, para generar con su destrucción la desesperación y el caos, pero sí ha progresado exponencialmente en lo tocante al uso de los medios de comunicación. Las redes sociales son prácticamente incontrolables y el uso universal del celular facilita la difusión de consignas, indica para dónde moverse y extiende el clima de zozobra, que muchas veces va acompañado por el goce del desorden, la destrucción y la participación en la consiguiente orgía de la masa en torno a ritmos primitivos y el fuego hipnotizante…

Paralelamente, la técnica de defensa del Estado ha avanzado de igual manera. Su espina dorsal viene desde Richelieu, creador de los renseignements generaux suministrados diariamente por una red de informantes. Esta, ahora, en los estados modernos, está reforzada por los servicios de espionaje y las escuchas electrónicas. A esto se le llama “inteligencia”. El gobierno que sabe lo que se prepara dispone de medios superiores a los de sus enemigos de la subversión y el crimen, empezando por la policía y el ejército, sin olvidar la batería de instrumentos constitucionales que puede emplear para conservar el orden público, como los estados de excepción.

Desde hacía meses sabíamos que se preparaba algo muy grande para el 21 de noviembre. Siguiendo el adagio de que “Guerra avisada no mata soldado”, se pensaba razonablemente que el gobierno tomaría todas las medidas preventivas previstas por los protocolos de que se dispone, fruto de experiencia centenaria, internacional, histórica y técnica…

No fue así. La guerra avisada, por fortuna, causó un número mínimo, aunque lamentable, de muertes, pero metafóricamente mató al gobierno. Este ya había dado muestras frecuentes de debilidad y pusilanimidad, pero después del 21 consolida como el más lánguido en la historia de Colombia. Desde don Manuel Antonio Sanclemente no se veía nada igual…

El gobierno, en vez de apoyarlo, cambió un inepto ministro de defensa cuando por excepción había acertado. A esta mala señal siguió el nombramiento de otro personaje igualmente impreparado para la inminente jornada subversiva.

Así llegamos al 21 con ejército acuartelado, presidente que delegaba sus funciones en mil y pico de alcaldes, confiables algunos, incapaces muchos, y varios, abiertamente enemigos, sin declaratoria de conmoción y sin ordenar las restricciones informativas requeridas por la ocasión.

Basta pensar en los destrozos que unos cuantos miles de soldados desplegados a tiempo hubieran podido evitar en la Plaza de Bolívar, en las estaciones de Transmilenio y en los centros comerciales, para no hablar de Cali.

Afortunadamente, aunque hubo muchos estragos, pasó mucho menos de lo que esperaban sus organizadores, que, no obstante, deben estar muy satisfechos con los resultados obtenidos de esta tentativa de golpe, que sin embargo resultó un buen ensayo. Ya saben cómo harán más exitosos los incesantes paros que vendrán.

En Chile todo estaba muy bien preparado dentro del mayor sigilo. El presidente Piñera fue entonces sorprendido por el inesperado estallido, lo que explica sus equivocaciones. En cambio, Duque, advertido ampliamente, no quiso prevenir lo que se venía, confiado en la magia de los buenos consejos que no se cansaba de prodigar. Y después de lo ocurrido, yerra culpando a “los vándalos”, porque no quiere reconocer las fuerzas que guían a esos terroristas y que en ningún caso son ocasionales, fortuitas ni espontáneas.

El aterrador desgaste del gobierno no presagia nada bueno, porque desde ahora y hasta 2022 solo se podrá apuntalar con base en componendas y concesiones.

Desde que, desoyendo las clarísimas advertencias de Casandra, unos irresponsables abrieron las puertas de Troya para la entrada del famoso caballo, no se recuerda nada peor.

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Nunca ha sido más oportuno recomendar a los gobernantes la lectura de Psicología de las Multitudes (1895), de Gustave Le Bon.