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viernes, 22 de agosto de 2025

Setenta veces siete

José Leonardo Rincón, S. J.
José Leonardo Rincón, S. J.

Ando ahora por Bucaramanga. El padre Provincial nos ha citado a sus consultores, superiores de comunidades y directores de obras transversales para que nos encontremos en un taller sobre Sinodalidad reconciliadora liderado por él mismo y el padre Leonel Narváez, misionero de la Consolata, director de la Fundación para la Reconciliación. Estamos casi 50 personas hablando de un tema que no resulta fácil de asimilar en el contexto patrio y también global que vivimos.

El ser humano tan evolucionado como parece y sin embargo tan troglodita en muchas de sus actitudes y posturas. La tóxica voracidad del poder y del tener ha envenenado nuestros corazones de manera que hablar de paz, amor, perdón y reconciliación suena a vana ilusión. Putin y Trump, amos del mundo, se lo reparten a su antojo, paz en Ucrania sí, pero a un precio muy alto. En Gaza, Netanyahu repite holocausto, pero esta vez con el pueblo palestino: “ojo por ojo y diente por diente” es la consigna, aunque en realidad está yendo mucho más allá pues no quiere dejar vestigio alguno de ese pueblo lo que se ha vuelto ciertamente un crimen de lesa humanidad.

Por nuestras comarcas la cosa no es mejor. La escalada de violencia es denominador común en todas partes. Nos estamos matando todos los días. El caótico panorama de la llamada paz total lo único que parece evidenciar es que los delincuentes lo aprovechan para fortalecerse y expandir su nefasto radio de mortífera acción. La violencia política ha vuelto a instalarse y el odio se exacerba. He oído aquí la expresión “bancos de odio”, donde sus cuentahabientes, nosotros, vamos alimentándolas de rencor, deseos de venganza, odio y muerte, las consignaciones aumentan día a día, con intereses bien creados, con muchas ganas de obtener un balance sangriente. Pareciera que eso es lo que queremos: desolación y desgracia.

Y en contravía de esa realidad, casi que romántica suena la propuesta del diálogo, el perdón y la reconciliación. Este país tan católico y cristiano creyente no pareciera relacionar ambos asuntos. Podemos ir a misa periódicamente, muy devotos de diversas expresiones de religiosidad popular, pero eso sí, hay que echar plomo y acabar con los enemigos. Autentica esquizofrenia.

Lo grave es que otros, no cristianos o cristianos no católicos, resultaron apóstoles de la no-violencia-activa. Hablo de Mahatma Gandhi que expulsó de la India a los colonialistas ingleses sin disparar una sola bala. Martin Luther King les espetaba a sus enemigos: “podrán matarnos, golpearnos, decir que no estamos preparados para la sociedad, y aun así los seguiremos amando” ¿Qué tal eso? También recuerdo a Juan Pablo II abrazando a Alí Agca la persona que lo hirió a bala; a la mamá de Bernardo Jaramillo Ossa adoptando al niño sicario “porque lo que le falta es amor en su casa” y así como estos, muchísimos casos de corajudo perdón aplicados de corazón y no porque toca hacerlo. Es que se necesitan muchos principios y valores para decidir perdonar cuando todo invita a la revancha y la venganza, al nunca perdonar y olvidar, a echarle sal a la herida para que arda y duela más, como si con eso quedara uno tranquilo. Para nada. Así como amar es una decisión, reconciliarse y perdonar también lo es. Jesús propone 70 veces 7, es decir, siempre, y esa invitación entra en reversa, porque adoptar esas actitudes de compasión y misericordia se ven como debilidad y no como la mismísima omnipotencia de un Dios que nos perdona para que hagamos lo propio. Duro y difícil mas no imposible como lo han demostrado muchos en este país. Ahí está el reto y mientras no lo afrontemos y asumamos, esta historia cruel amenaza instalarse por muchos años más. ¡Dios nos coja confesados!

viernes, 14 de abril de 2023

Reconciliación

Por José Leonardo Rincón, S. J.*

Me han preguntado sobre cómo me fue en la Semana Santa y obviamente por mi condición no puedo decir que estuve de vacaciones, paseando, sino que combiné mi trabajo de oficina, que tenía muchas cosas pendientes, con la posibilidad de colaborar en el templo que tenemos contiguo a donde vivo.

Y lo mejor de esta religiosa semana no fue ni las iglesias llenas, ni las ceremonias bonitas, ni las prédicas conmovedoras, ni monumentos creativos, sino que después de estos tiempos largos de pandemia y de estrictas medidas de aislamiento, pude sentarme a ofrecer el sacramento de la reconciliación, ese mismo que llamábamos de la penitencia y luego de la confesión.

Al menos donde yo estuve, no tuve las largas filas de los viejos tiempos en que estaba cinco horas seguidas en un confesionario. Esta vez fueron solo dos horas, con menos gente, pero que sentí que, cualitativamente hablando, no eran asuntos de trámite para un buen ejercicio de lavandería de conciencias, sino que eran diálogos profundos, en encuentros emotivos de las personas consigo mismas y con Dios, en el que apenas yo era un instrumento, literalmente mediador. Experiencia realmente maravillosa.

Sin duda alguna, este sacramento no es fácil ni para la gente, ni para uno como sacerdote. Muchos lo cuestionan de fondo: “¿por qué tengo yo que contarle mis pecados a otra persona que puede ser tanto o más pecadora que yo?”, “no he vuelto porque uno va a buscar paz y sale regañado” … no les falta razón. Y lo que hacen algunos es que cambian el cura por un psicólogo, terapeuta o psiquiatra, para poder hacer lo mismo, desahogarse, descargarse humana y emocionalmente hablando. Luego el que acude a un presbítero de la Iglesia, le asiste un componente que no se les puede pedir a todos: fe. Fe en Dios, fe en sí mismo, fe en una Iglesia efectivamente tan divina y santa como humana y pecadora.

Por eso fue tan grata la experiencia, porque fue un ejercicio totalmente libre, donde fueron quienes quisieron hacerlo. Porque no fue un recitar monótono de las mismas e infantiles fallas de siempre: “digo mentiras, digo groserías, no le hago caso a mis papás…”, sino que supuso una reflexión previa, una conciencia profunda de finitud y labilidad, un arrepentimiento sincero, un propósito de mejora, una esperanza grande en la ayuda de Dios, una sensación de paz profunda, un sentirse acogidos misericordiosamente por un Padre que no es juez implacable, vengador justiciero, sino ese amor típico de Dios que se inclina para levantar al caído, reponer al enfermo, consolar al triste y abatido, animar al mejoramiento continuo y a una mejor calidad de vida.

Nada más bello que ver llegar un rostro demacrado, apenado, confuso, algunos en lágrimas y al final ver salir rostros alegres, liberados, optimistas, saneados, agradecidos. Ese mismo rostro de Dios alegre porque ha vuelto el hijo necio, se ha recuperado la oveja perdida, se ha encontrado el talento extraviado. Sin duda alguna, la reconciliación es el sacramento del amor y la misericordia, y es verdad que es uno como cura quien sale más reconfortado espiritualmente al ser testigo del actuar del amor de Dios en las personas, ser instrumento en sus manos para facilitarlo y sentirse llamado también a ser mejor ministro de su Iglesia. Todo un don, una Gracia de Dios.

lunes, 15 de junio de 2020

Reconciliación y perdón

Por Antonio Montoya H.*

Antonio Montoya H.
En épocas de reflexión, como la que vivimos hoy en el mundo, son muchos los temas que nos planteamos a diario, entre ellos  inquietudes, inseguridades, dolores, angustias por el futuro laboral y personal; salen a flote conflictos no resueltos en la familia, en el trabajo, con amistades de toda una vida, en fin, son incontables los sentimientos que están a flor de piel y que generan ansiedad, en muchos casos depresión y sensación de ahogo por los pensamientos que se reviven y hacen por consiguiente un caos en la mente y la vida del ser humano convirtiendo el diario vivir en un tormento.

Son varios los que expresan sin tapujos estas sensaciones que han tenido en estos tiempos de cuarentena, y así lo han contado y expresado en reuniones que hemos celebrado a través de la virtualidad, con amigos de colegio, de infancia, de universidad, con los cuales, a pesar del tiempo y la distancia, el sentimiento de solidaridad y amistad perdura y se renueva con la sola presencia en esas tertulias virtuales. Allí expresamos las cosas buenas que para todos ha sido el estar en familia y con los hijos en este tiempo, compartiendo la habitualidad, el día completo y la satisfacción de pasarla juntos. Otros expresan que ha sido más duro, porque ha sido difícil acomodarse, a compartir, porque existen diferencias familiares y personales que han constado ese reagrupamiento amable y solidario. Pero sin duda alguna, para todos, sin distinción, se han solucionado esas diferencias que eran imperceptibles y que al momento de compartir se vuelven un mundo. Damos gracias por esa posibilidad de sanear heridas.

Existen otras dificultades que no se sanan fácilmente, ni siquiera con el apoyo de la familia. Son las causadas por años de violencia en el país, como las que sufren las victimas de las matanzas, las violaciones, los asesinatos, de la violencia intrafamiliar, el desplazamiento, el abandono del Estado, la violencia psicológica que en ocasiones hace más daño que un golpe, por cuanto mina la resistencia de la persona, la vuelve frágil y pierde su autoestima. Estas, sin compararlas con las anteriores problemáticas mencionadas anteriormente, han llevado a que nuestro país pierda el norte y siga enfrascado en esa espiral de odio, venganza y muerte que no para.

Puede que se firmen acuerdos de paz, que se negocie con narcotraficantes o bandas criminales; que se castigue y condene a los corruptos, que se acaben los secuestros, que se logre la reducción del congreso, en fin, que, por la gracia de Dios, todo ello confluyera en un solo momento… el objetivo no estaría cumplido, por que queda faltando lo más importante, lo que viene de nuestro propio interior que es el perdón.

Lo han dicho los estudiosos del tema, el perdón y la reconciliación, son fundamentales para lograr sanar las heridas. Se perdona, cuando se disculpa a otro por una ofensa, renunciando a la venganza, a reclamar un justo castigo o a la misma restitución, de modo que más allá de esto no se piensa en resarcir en el futuro esa ofensa o daño, generando al interior de su alma sosiego, paz y tranquilidad. Difícil, por cierto, pero ese perdón y reconciliación son la base para construir una sociedad justa y equitativa, porque de lo contrario seguiremos matando y odiando, a pesar de cualquier esfuerzo civil o gubernamental, por ello puedo decir que sin perdón no tenemos nada.

En días recientes he palpado esa realidad en personas que he entrevistado y me expresan que desde que perdonaron los ultrajes recibidos, los actos contra ellos o sus seres queridos su vida cambió, se sienten ligeros de equipaje y disfrutan el día a día, sin pensar mucho en el futuro, están con sus hijos y seres queridos dándole valor a la vida.

Perdón y reconciliación, debería ser el lema de un país herido por la violencia y la desgracia.