miércoles, 5 de noviembre de 2025

Invisibles

Hace poco decidí aventurarme en la escritura de cuentos. No busco aún la perfección de la forma, sino descubrir una manera propia de contar lo que veo, lo que me inquieta y lo que nos pasa en lo cotidiano. Este es uno de los primeros intentos, una historia pequeña que nace de lo que somos y vivimos día a día.

Fredy Angarita

Cada mañana, antes de que el día despierte del todo, salgo de casa para tomar el bus. El recorrido ya es rutina: paso frente a la iglesia donde se alza el altar del Señor de la Buena Esperanza. Me gusta más su devoto que su altar. Hay algo en la fe ajena que consuela más que cualquier plegaria propia. Casi siempre llego antes de que abran, así que me limito a cruzar la calle con el agradecimiento y el deseo todavía entre los labios.

Hoy, como en otras madrugadas, lo vi. Sé su nombre, aunque no sé si vive cerca. Solo sé que aparece cuando la ciudad aún bosteza y las luces de los carros apenas arañan la penumbra. Camina sin apuro. Como si el tiempo le perteneciera solo a él. Sus pasos lentos trazan una línea invisible entre el sueño y la vigilia.

Me lo he cruzado tantas veces que ya es parte del paisaje. Pero hoy, no sé por qué, me detuve unos segundos más.

Lo miré. Quise preguntarle algo. Quise saber qué pensaba.

¿Qué lo hace levantarse tan temprano? ¿A dónde va? ¿Le teme a la soledad? ¿O la prefiere?

No me atreví. Hay preguntas que uno no lanza al aire sin estar listo para las respuestas.

Seguí el camino, pero no dejé de pensar en él.

Y como si el destino me empujara hacia cierta reflexión, unas cuadras más adelante vi a otro hombre. No caminaba: estaba quieto, sentado sobre cartones, manipulando palos, cuerdas, trozos de tela.

Desde lejos parecía desorientado, pero cuando me acerqué –esta vez sí, completamente– noté algo distinto, no había locura en sus ojos. Había concentración, no era un gesto de abandono, sino de creación.

Construía algo con lo que tenía a la mano. Un refugio, quizás. Pero yo lo vi distinto: como un inventor ensamblando su obra maestra en plena acera. Pensé en esa palabra: inventor, y, sin querer, me invadieron otras:

*Indigente

*Indigno

*Inadaptado

*Inadecuado

*Incapaz

*Incoloro

*Incómodo

*Indeseable

*Indiferente

*Indolente

*Inepto

*Infeliz

*Inferior

*Inhumano

*Inmenso


También otras: inseguro, intuición, integridad, involuntario, inhóspito, inaccesible; pero fue una la que más me golpeó: invisible.

Porque así los tratamos… los vemos, pero no los miramos. Los rodeamos, pero no nos acercamos. Vivimos entre ellos como si fueran aire, como si no ocuparan espacio, como si doliera reconocerlos humanos. Qué historias habría detrás de ese rostro abstraído. Qué nombre, qué madre, qué canción lo hizo llorar por primera vez. Qué sueños tuvo antes de dormir sobre concreto.

No lo sé. Tal vez nunca lo sabré. Pero algo sí tengo claro que ya no era invisible. No más. No para mí.

Me subí al bus con la certeza de que algo había cambiado. Quizás solo un pensamiento, a veces, con eso basta para empezar a ver distinto.

Ahora, cada vez que paso por esa calle, lo busco con la mirada, si no está, me gusta imaginar que está en otro lugar, construyendo, inventando, soñando.

Después de todo, también hay genios sin techo, no todos los inventos tienen cables, pantallas o instrumentos. Algunos tienen alma.