“Y cuando mires el cielo por la noche, como yo viviré en una de ellas, como yo reiré en una de ellas, entonces será para ti como si rieran todas las estrellas. Tú solo tendrás estrellas que saben reír…”
No sé si recuerdan esta despedida, pero para mí es de las
más hermosas que se han escrito. Pertenece a El Principito, de Antoine
de Saint-Exupéry. Y aunque es una despedida, no suena a final. Es una promesa
envuelta en poesía, un "hasta luego" disfrazado de luz.
Pensé en esa frase mientras aprendía algo del quechua
durante mi viaje a Perú. Me enseñaron que, al despedirse, muchos utilizan una
palabra cargada de alma: Tinkunakama, que significa “hasta que
nos volvamos a encontrar”.
El hilo invisible que une esta palabra con la frase de El
Principito es que ambas nos invitan a entender la despedida no como
ruptura, sino como transformación del vínculo. No se trata de soltar, sino de
sostener desde otro lugar.
En español, la mayoría nos despedimos con un simple “adiós”,
sin pensar mucho en lo que realmente estamos diciendo. Pero esta palabra no
nació vacía: proviene del español antiguo, y significa literalmente “a Dios
os encomiendo”.
Es decir:
·
A → indica dirección, entrega.
·
Dios → esa divinidad, ese misterio, ese
algo más grande.
Y no estamos solos:
·
En francés, “Adieu” = A Dieu.
·
En portugués, “Adeus” = A Deus.
·
En catalán, “Adéu” = A Déu.
·
Incluso el inglés “Goodbye” proviene de God
be with ye — Que Dios esté contigo.
Con el tiempo, todas estas formas se fueron acortando,
perdiendo su intención original, pero dejando un eco espiritual que aún vibra.
Aunque muchas de estas expresiones tienen raíces religiosas,
hoy trascienden credos. Se usan sin pensar, sin pesar. Pero yo me sigo
preguntando: ¿por qué cuando decimos adiós, sentimos esa punzada en el alma?
Quizás porque en lo profundo, nadie quiere decir adiós
para siempre. Personalmente, no creo en las despedidas definitivas. El
alma, como el río, cambia de cauce, pero sigue fluyendo. Los cuerpos se van,
las palabras se apagan… pero hay miradas, abrazos, silencios, que siguen
diciendo “aquí estoy”, incluso cuando ya no están.
