José Leonardo Rincón, S. J.
Este fin de semana estamos
de puente gracias a la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, una fiesta que no
era religiosa sino nacional y en la que el presidente de la República renovaba
en la catedral primada la consagración del país al Sagrado Corazón, cumpliendo
así con una ley que se promulgó en 1902 para dar gracias a Dios por el fin de
la guerra civil que conocimos como la de los mil días. Coincidió el puente con
la fiesta religiosa de San Pedro y San Pablo que no se fue a lunes porque
preciso cayó en domingo.
Desde niño siempre escuché
decir entre chiste y chanza "este país del Sagrado Corazón" y
por décadas estuve convencido de que éramos el único país en el mundo que había
asumido tan piadosa decisión. No es así: en el mundo hay 17 países que también
lo están y el que primero lo hizo fue Ecuador en 1874, pero en el listado está
España y Polonia, y la mayoría de los países latinoamericanos.
Esta devoción que podría
remontarse al mismísimo Gólgota cuando a Jesús le atravesaron de una lanzada su
costado y "al instante brotó sangre y agua", como lo evoca Pío
XII en su encíclica Haurietis Aquas, en realidad cobró fuerza con las
revelaciones que tuvo Santa Margarita María de Alacoque, religiosa francesa del
monasterio de la Visitación y que fue acompañada espiritualmente por el jesuita
San Claudio de La Colombiere. En efecto, es a partir de estas experiencias
místicas cuando la Compañía de Jesús recibe el "Munus suavissimum"
(encargo suavísimo) que la convierte en la principal propagadora, promotora, de
esta devoción. No había hogar en Colombia, para hablar solo de nuestra propia
experiencia, que no tuviese entronizada en su sala la imagen del corazón de
Cristo.
Ese compromiso nuestro
como jesuitas no ha cesado a pesar de los cuestionamientos y hasta
caricaturizaciones del asunto. La cuarta y última encíclica del papa Francisco,
Dilexit nos (Nos amó), publicada en octubre del año pasado alude al
tema, un asunto, por cierto, que en el fondo jamás podrá pasar de moda
sencillamente porque hablar de que el corazón de Cristo nos ama es una obvia
perogrullada que, aun siéndola, toca estarla recordando. Y en un contexto
global que por donde se le mire es realmente caótico, nos invita a mirar al que
traspasaron, no para exhalar románticos hervores místicos, sino para inspirar y
generar fuerzas transformadoras de renovación y de cambio.
Sentir el amor de Dios en
nuestras propias vidas es una experiencia singular que generaría
automáticamente gratitud y movería a dar los primeros pasos hacia la conversión
y el auténtico deseo de una vida mejor vivida, una vida ordenada y conforme a
lo que Dios quiere, esto es, una vida plena y feliz que es lo que todos
quisiéramos vivir pero que no acertamos a definir cómo hacerlo porque ponemos
el foco donde no es, distrayéndonos de lo esencial por valorar lo accidental,
quedándonos en los medios y dejando de lado el fin u objetivo central. Valdría
la pena reflexionar sobre esto.