viernes, 27 de junio de 2025

Ese corazón que tanto nos ama

José Leonardo Rincón Contreras S. J.
José Leonardo Rincón, S. J.

Este fin de semana estamos de puente gracias a la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, una fiesta que no era religiosa sino nacional y en la que el presidente de la República renovaba en la catedral primada la consagración del país al Sagrado Corazón, cumpliendo así con una ley que se promulgó en 1902 para dar gracias a Dios por el fin de la guerra civil que conocimos como la de los mil días. Coincidió el puente con la fiesta religiosa de San Pedro y San Pablo que no se fue a lunes porque preciso cayó en domingo.

Desde niño siempre escuché decir entre chiste y chanza "este país del Sagrado Corazón" y por décadas estuve convencido de que éramos el único país en el mundo que había asumido tan piadosa decisión. No es así: en el mundo hay 17 países que también lo están y el que primero lo hizo fue Ecuador en 1874, pero en el listado está España y Polonia, y la mayoría de los países latinoamericanos.

Esta devoción que podría remontarse al mismísimo Gólgota cuando a Jesús le atravesaron de una lanzada su costado y "al instante brotó sangre y agua", como lo evoca Pío XII en su encíclica Haurietis Aquas, en realidad cobró fuerza con las revelaciones que tuvo Santa Margarita María de Alacoque, religiosa francesa del monasterio de la Visitación y que fue acompañada espiritualmente por el jesuita San Claudio de La Colombiere. En efecto, es a partir de estas experiencias místicas cuando la Compañía de Jesús recibe el "Munus suavissimum" (encargo suavísimo) que la convierte en la principal propagadora, promotora, de esta devoción. No había hogar en Colombia, para hablar solo de nuestra propia experiencia, que no tuviese entronizada en su sala la imagen del corazón de Cristo.

Ese compromiso nuestro como jesuitas no ha cesado a pesar de los cuestionamientos y hasta caricaturizaciones del asunto. La cuarta y última encíclica del papa Francisco, Dilexit nos (Nos amó), publicada en octubre del año pasado alude al tema, un asunto, por cierto, que en el fondo jamás podrá pasar de moda sencillamente porque hablar de que el corazón de Cristo nos ama es una obvia perogrullada que, aun siéndola, toca estarla recordando. Y en un contexto global que por donde se le mire es realmente caótico, nos invita a mirar al que traspasaron, no para exhalar románticos hervores místicos, sino para inspirar y generar fuerzas transformadoras de renovación y de cambio.

Sentir el amor de Dios en nuestras propias vidas es una experiencia singular que generaría automáticamente gratitud y movería a dar los primeros pasos hacia la conversión y el auténtico deseo de una vida mejor vivida, una vida ordenada y conforme a lo que Dios quiere, esto es, una vida plena y feliz que es lo que todos quisiéramos vivir pero que no acertamos a definir cómo hacerlo porque ponemos el foco donde no es, distrayéndonos de lo esencial por valorar lo accidental, quedándonos en los medios y dejando de lado el fin u objetivo central. Valdría la pena reflexionar sobre esto.