Luis Guillermo Echeverri Vélez
¡Esto no se arregla con una elección! No nos engañemos más.
No es cuestión de quién saque el baloto en el bingo político en 2026, eso es
hoy totalmente impredecible. Un “reality show” electoral por sí solo no
soluciona el cúmulo de problemas de ilegalidad, impunidad e ilegitimidad que
deliberadamente nos hemos permitido como sociedad.
En Colombia el Estado de derecho implosionó y seguimos
pandos, orondos, impávidos e insensibles. Esto sólo se remedia mediante el
sacrificio de conformar una resistencia con un relato unificado, la
determinación colectiva de transformar el Estado, y el valor necesario para
combatir el crimen y meter los ratones a la gatera.
Lo expresó con exactitud el maestro Alberto Velásquez
Martínez: “El clientelismo, adobado con el caciquismo y el gamonalato,
anarquizó a los partidos. Perforó sus organizaciones de microempresas
electorales que no solo se nutren de dineros ilícitos, sino de posiciones
contradictorias como la que mostró Gaviria con su incongruencia”.
Con el país sumido en violencia, salió Santos a
justificarse mediante la mentira de que los acuerdos de paz sólo tienen efectos
retardados, y a validar la inclusión en la política de guerrilleros y
narcoterroristas, cuando esto no es un mandato de izquierda, es la implantación
del caos institucional y una merienda de la hacienda pública en la que medran
toda suerte de criminales.
Mientras las portadas de los medios siguen graduando de
héroes a los delincuentes, quienes representan la política tradicional y los
opositores al régimen están anulándose unos a otros, pues sus egos solo les
permiten escucharse a sí mismos.
Llegan de Europa al bazar de la politiquería y el
clientelismo los grandes proxenetas y patinadores de la corrupción y la
destrucción, cargados de mermelada Petro-Santista, para poder reelegir la
plantilla de congresistas prepagos e ir por la Presidencia en 2026.
Arropados en la falsa bandera de la paz, el Estado lo
controlan los que aprovecharon las debilidades propias de la anarquía para, con
un discurso populista, instaurar una autocracia inquisidora moderna, que no es
otra cosa que la dictadura del progresismo que quiere controlar nuestra
civilización acomodando todas las normas sociales a la imposición de las
agendas minoritarias a la mayoría, financiados por empresarios corruptos, por
ONGs bajo el efecto Soros, la ONU, y organizaciones criminales y narcoterroristas
de todo tipo.
La descomposición actual de todo el Estado colombiano
sobrepasa las capacidades de la famélica y degenerada justicia. La formación de
políticas públicas hoy se reemplazó por la multiplicación generalizada y
exponencial de la corrupción entre una cleptocracia clientelista que ejerce la
politiquería y los cargos públicos, como forma de vida.
Es válido criticar y renegar pues quienes nos gobiernan son
una pandilla de destructores insensatos, de ignorantes, locos y degenerados.
Pero si queremos entender el problema del país, miremos bien qué intereses y
quiénes hay detrás de ellos y de los políticos corruptos.
Recordemos que cuando uno pone la manito hay otro que se la
llena. Por tanto, el verdadero problema, son los están por detrás de la
corruptela estatal, esos grandes grupos delincuenciales que pagan las campañas
electorales, los grandes contratistas del Estado y toda suerte de lavadores y
organizaciones criminales narcoterroristas armadas, jineteados todos por una
pila de cínicos cabilderos que apesta.
Vive la nación un caos generalizado e inducido. Si antes la
corrupción estaba representada porque se robaban algunas frutas, hoy lo que
ocurre en Colombia es que están arrancando los árboles de raíz. El problema de
fondo es cultural, no sólo económico, y se fundamenta en las formas mafiosas
que dominan el control del poder y la impunidad a la generación de capitales
ilícitos.
La restauración de un Estado de derecho funcional no es un
asunto que se solucione con el mito de cuánta plata arrumen “los poderosos”.
Contrario a lo que pasa con el dinero ilegal, la plata lícita ya no funciona,
no compra votos ni conciencias; ambas cosas se demostraron plenamente en las
campañas de 2018 y 2022.
Olvidémonos del casino en que jugaba la gente importante,
prestante y bien intencionada que ingería en la conducción de la sociedad y el
Estado. Hoy la plata que respalda el póker político se juega en antros
clandestinos con las cartas marcadas y el revólver sobre la mesa.
Ya no son los ciudadanos adinerados ni las empresas
productivas las que patrocinan a los que se presentan a las elecciones. Aquí
mandan grupos, clanes, contratistas y organizaciones criminales sin escrúpulos
ni valores éticos, que trabajan bajo la máscara de negocios supuestamente
lícitos, cuando en realidad son contrabandistas, lavadores especializados,
jefes de bandas de crimen organizado, que se valen de proxenetas para apoyar
candidatos y políticos, corrompen a quienes otorgan los avales electorales, y luego
activan a los funcionarios públicos que patrocinaron.
Haber protestado cincuenta años contra el Estado y los
poderosos en una democracia funcional, y haberlo hecho secuestrando y violando
niños campesinos, matando soldados, civiles, empresarios y servidores públicos,
no justifica de manera alguna llegar al poder a despedazar el Estado y el país
con resentimiento y sevicia, ni llevar la nación a un estado de miseria humana
y económica irrecuperable.
Siempre han existido focos de corrupción, la trampa y el
engaño han sido una tentación humana que al igual que el vicio son imposibles
de eliminar por completo. Pero donde los delincuentes saben que tienen riesgo y
castigo, pueden ser reducidos a la mínima expresión, y florece la legalidad y
con ella la seguridad.
Solo un cambio cultural colectivo y determinado a adoptar
un compromiso cívico basado en un gran sacrificio y una disciplina de trabajo
severa, podría rescatar a Colombia de la implosión Estatal del 2022, que día a
día derrumba y desaparece una institucionalidad acobardada. Solo un propósito
unificado puede llevar la nación a una senda diferente a la de la anarquía que
le entregó el poder y el manejo de los valores sociales a una tiranía de
delincuentes.