Luis Alfonso García Carmona
En un mundo
globalizado como este que nos ha correspondido compartir, no podemos soslayar
lo que ocurre allende nuestras fronteras para sacar conclusiones aplicables a
nuestra realidad.
El sorpresivo
triunfo de Donald Trump cuando parecía que la primera democracia del mundo se
había doblegado ante la ideología “woke”, el avance del materialismo, el
abandono de los valores morales en aras de la ideología de género, y, en
general, la pérdida de los valores espirituales surgió con ímpetu increíble –como
un tsunami–, la movilización de las masas para dar la victoria a quienes
defendieron ideales tan caros para el pueblo como “Dios, patria y familia”.
Es un ejemplo del
que podemos extraer sólidas enseñanzas que nos ayuden a entender nuestra propia
coyuntura y a actuar de conformidad.
Nos hemos quedado
en un rechazo al régimen que dicen las estadísticas está cerca del 70%, y en
una indignación adobada de impotencia que se traduce en el grito desesperado de
las multitudes que corean “Fuera, Petro” donde quiera que se reúnen en
forma multitudinaria.
Pero nos negamos a
entender que estamos en presencia de una camarilla que nos quiere arrebatar
nuestra identidad nacional. Pasamos de largo ante la dura realidad que nos
plantea una batalla cultural, no una mera confrontación para cambiar al
presidente de turno. ¿Cuándo vamos a entender que lo que nos estamos jugando es
el futuro del país y el de nuestra descendencia?
Comprendamos de una
vez por todas que si perdemos esta batalla caeremos en las garras del
comunismo, ahora oculto bajo las banderas del “cambio” o del “progresismo”.
Revisemos una por una las decisiones de la camarilla gobernante enderezadas a
la pauperización del pueblo para colocarlo bajo su control, al desmoronamiento
de las fuerzas del orden para impedir que podamos recuperar el orden
constitucional perdido, a la destrucción de la familia para que sea el Estado
totalitario quien forme o deforme a nuestra juventud, al blindaje del
narcotráfico y de la criminalidad para que sirvan de aliados en la tarea de
perpetuar el régimen comunista en las próximas décadas.
¿Qué es lo que no
queremos entender cuando nos informan a diario sobre lo que está ocurriendo en
Cuba, en Venezuela, en Nicaragua y lo que quieren reeditar en Bolivia, Ecuador,
Brasil, Chile y Colombia?
¿Por qué no somos
consecuentes y actuamos de manera eficaz ante la amenaza que se cierne sobre
nuestras vidas y las de nuestros hijos? Si el llamado es a librar una batalla
cultural, no podemos responder con la tímida convocatoria a las próximas
elecciones, con un candidato vinculado a las viejas élites, para ofrecer al
potencial electorado más de lo mismo.
A grandes males,
grandes remedios. Es el momento para revitalizar nuestra democracia
despojándola de los mecanismos que la han encadenado al clientelismo, a la
compra de votos, a la corrupción, a la politización de la justicia y tantos
males que ahora se convierten en las principales armas para perpetuar a los
representantes del mal en el poder. Sobre el particular opina Jacques Maritain:
“Aquí nos
hallamos en presencia de ese maquiavelismo impetuoso, irracional,
revolucionario, violento y demoníaco, para el que la injusticia sin límites, la
violencia sin límites, la mentira y la inmoralidad sin límites, son los medios
políticos normales, y que extrae una abominable fuerza de ese carácter
ilimitado del mal. Y bien podemos advertir qué clase de bien común es capaz de
aportar a la humanidad un poder semejante, que sabe perfectamente cómo no ser
bueno, y cuya hipocresía es una hipocresía consciente y feliz, una hipocresía
ostentosa y gloriosamente promulgada, cuya crueldad aspira tanto a destruir las
almas como los cuerpos y cuya mentira es una perversión total de la función
misma del lenguaje.”
Somos testigos de
excepción de numerosos eventos que evidencian la inmoralidad y la absoluta
carencia de ética en la gestión de quienes nos gobiernan. Para muestra un
botón: En marzo del 2023 unos encapuchados autodenominados “guardia indígena”
secuestraron a 78 agentes de la Policía y degollaron al subintendente Ricardo
Monroy. Los patrulleros habían sido enviados a proteger las instalaciones de la
empresa Emerald Energy, amenazada por los terroristas, y la Casa de Nariño los
envió sin armas de fuego letales para su protección personal. Durante varias
horas fueron atacados por los secuestradores defendiéndose solamente con
cartuchos de gases lacrimógenos hasta que fueron apresados y despojados de
radios, instrumentos de defensa y uniformes. En medio del ataque solicitaron
los agentes el apoyo del Gobierno, el cual les fue negado, a pesar de que se
encontraba a poca distancia un contingente del Ejército que recibió órdenes de
retirarse del lugar. Ni el ministro de Defensa, Iván Velásquez, ni el de
Interior, Alfonso Prada, hicieron absolutamente nada para socorrer a los
policías secuestrados. Este último calificó el secuestro como un “cerco
humanitario”. Ha pasado más de un año y este concurso de delitos (concierto
para delinquir, homicidio, secuestro, porte ilegal de armas) que involucra la
complicidad del alto Gobierno, continúa impune. En cualquier país del mundo no
solamente habría sido sancionado con las máximas penas, sino que estaría en
entredicho la permanencia en el poder del presidente, los ministros y los altos
mandos salpicados de coautoría o complicidad.
Ni la sociedad, ni
los altos mandos de la Fuerza Pública, ni los organismos de investigación, ni
nuestra pomposa administración de justicia han tenido tempo para sancionar este
execrable atentado contra la ley, la autoridad y la seguridad de los
colombianos. ¿Cuándo acabaremos por entender que aquí lo que se requiere es un
revolcón para restablecer el Estado de Derecho, el orden constitucional, la
dignidad de la persona humana y el bien común, espiritual y material de todos
los colombianos?