Por José Leonardo Rincón, S. J.
En
ocho días estaremos en la recta final de la cuaresma y a las puertas mismas de Semana
Santa. Indudablemente, el entorno ha cambiado y lo que era antes de modo
generalizado un tiempo fuerte de prácticas religiosas: ayuno, oración,
limosnas, liturgias largas, procesiones, sermones, ahora son solo, para muchos,
tiempo de vacaciones.
Sin
embargo, las muchedumbres fervorosas siguen existiendo y la efervescencia religiosa
de temporada no ha desaparecido. Las ceremonias gozan de alta concurrencia y no
deja de haber largas filas para buscar el sacramento de la reconciliación. En
el colectivo existe la convicción de que son días santos que ayudan a ponerse
en paz consigo mismo y con Dios.
En
el acto de contrición, esa oración pública en la que uno se reconoce pecador, se
dice que hemos fallado de cuatro maneras posibles: de pensamiento, palabra,
obra y omisión. La del pensamiento es muy personal y totalmente inédita en
tanto no se haga explícita. Uno puede pensar muchas cosas, imaginarse otras
tantas, darle vueltas y vueltas a algo. Solo uno lo sabe y en su conciencia
valora qué tan complejo o delicado es eso que ha pensado. Eso que realmente se
piensa puede estar muy distante del decir y el hacer: uno piensa algo, pero no
dice lo que piensa. Uno puede pensar muchas cosas, pero no hacerlas, es decir,
no materializarlo en acciones concretas.
Otra
cosa es la palabra pronunciada. Lo dicho, dicho está. Se lo tenía que decir y
se lo dijo. Ya salió, ya se expresó. Una cosa es qué dijo y otra es cómo se lo
dijo. La palabra expresada ya no tiene vuelta, es como la flecha disparada, la
piedra lanzada. Por eso es tan importante lo que se dice, como la forma como se
dice. Y muchas veces fallamos porque decimos cosas que no debíamos decir y lo
decimos de mal modo. La lengua se vuelve incontrolable en algunos y peligrosa
arma que divide y destruye.
Ahora
bien, del dicho al hecho hay mucho trecho. Se puede hablar mucho, decir las
cosas elocuentemente, predicar muy bonito, pero quedarse allí. Dicen, pero no
hacen, es la crítica de Jesús a los fariseos. Predican, pero no aplican, es lo
que nos critica la gente al clero. Prometen, pero no cumplen, el reproche del
pueblo a la clase política. Ahora bien, se puede pensar algo, no decirlo y
menos hacerlo. O se puede pensar y decir, pero no hacer. Cuando se pasa a la
acción el calibre del asunto está en su tope. Lo hecho, hecho está. En derecho
se dice que las cosas se deshacen como se hacen, y es verdad que hay cosas que
se pueden cambiar, mejorar o enmendar, otras no. Son irreversibles. Ese impacto
es el que evaluamos. El alcance o efectos de nuestro proceder.
Pero
se nos olvida que también se puede pecar por no hacer cuando se debía hacer. Generalmente,
de estos pecados pocos, casi ninguno, se confiesa. Y pueden ser pecados
recurrentes. La gente omite hacer el bien por pereza, por descuido o dejadez. Pudo
ayudar en los oficios de la casa, pudo haber ayudado al anciano a pasar la
calle, pudo ayudarle a esa persona a cargar pesados paquetes, pudo haber ido a
visitar el familiar enfermo, pudo haberle dicho muchas gracias o que lo amaba,
pudo haberlo defendido, pudo, pudo, pudo… y no lo hizo. En todos los ámbitos de
la vida se peca por omisión. Es un pecado delicado, sensible, que puede
tornarse grave. No hacer lo que se sabe se debe hacer. Hacerse el tonto, el de
la vista gorda, eludir responsabilidades, sacarle el cu… erpo a ciertas
obligaciones. Pecados no confesados que pueden tener consecuencias
impredecibles.
Nos
viene bien hacer un buen examen de conciencia que, a modo de auditoría interna,
nos ayude a evidenciar lo que hay que mejorar. Para eso es es este tiempo
cuaresmal. ¡Aprovechémoslo!