Por José Alvear Sanín
Hace años se me quedó empezado El loro de
Flaubert, agradable relato de Julian Barnes (1946), quien, con más de una
docena de novelas, ocupa importante lugar en la nueva narrativa británica. Sin
mayor interés en su producción ojeé su Inglaterra. Inglaterra (Barcelona:
Anagrama, 1999), y cuando vi que allí aparecía la isla de Wight no pude
resistir la tentación y me llevé el libro.
Crucé en ferry el Solent para pasar de Posmouth
a esa pequeña y más bien monótona isla, que contemplé desganadamente desde el
double decker hace siglos. Pues bien, en esa exigua superficie imagina el
novelista un gigantesco parque temático construido por un tal Sir Jack Pitman,
grande y exitoso thycoon, para atraer el turismo de lujo hacia una Inglaterra
aséptica, cómoda, funcional y moderna. Allí el visitante, gracias a 50 espectáculos
y tópicos bien seleccionados de la historia inglesa, capta la esencia de un
país decrépito. En ese lugar fantástico, que Sir Jack ha bautizado como
Inglaterra, Inglaterra, para diferenciarla de la original, su imperio
financiero ha adquirido incluso la soberanía política.
En esta nueva Inglaterra se escenifican los
espectáculos desde Robin Hood hasta la batalla aérea de la Segunda Guerra, y
hábiles actores personifican las grandes figuras de la historia para que los
visitantes puedan departir con ellas mientras degustan los platos
tradicionales. Esa parte esencial de la trama es una parodia que desciende
hasta la diatriba, no por irónica menos implacable y cruel, de la cual no se
salva ninguna institución inglesa, incluyendo la monarquía.
Ahora bien, el despreciable Sir Jack es
chantajeado por una de sus ejecutivas, Martha Cochcrane y desplazado por ella
del poder. Esta, luego, es traicionada por su amante y el viejo recupera el
control. Martha se retira entonces, a una apacible aldea de Wessex, mientras
Inglaterra ha desaparecido, sustituida por los siete revividos reinos sajones,
y ahora es conocida como Anglia.
Si la cruel diatriba me retrotrae a Antonio
Machado, que por boca de Juan de Mairena afirma que el inglés es “un gran
pueblo de marinos, boxeadores e ironistas”, la última y elegíaca parte del
libro me recuerda que Shakespeare dice que “siempre habrá una Inglaterra...,
la de sus incomparables aldeas, acoto.