Almorcé
en estos días con dos amigos del mundo de la política. Uno, veterano líder de
un partido tradicional que fue concejal, senador y embajador, otro, joven
promesa que ya fue cónsul en Estados Unidos. Dos generaciones distintas y una
sola preocupación verdadera: nuestro país y su futuro.
La
amistad y nuestras periódicas tertulias se suscitaron a propósito de una columna
como estas que se volvió sorprendentemente viral: al meollo del asunto. Se me
invitó entonces, en tiempos electorales, a lanzarme a la política como tantos
curas lo han hecho. Agradecido, por supuesto, con tamaña propuesta, obviamente
la decliné. No voy a colgar los hábitos por tan seductora tentación. Mi vocación
es de cura, no de la política partidista. Otra cosa es que de lo político no
podamos sustraernos. Ese es mi tema de hoy.
Tengo
que reconocer que la política me gusta. Un ciudadano de la polis no puede
eludir interesarse por la suerte de su pueblo. Lo que pasa es que la política
tiene mala fama y se asocia automáticamente con falsas promesas, oportunismos, virajes
camaleónicos, corruptelas. Y eso es lo que denominamos despectivamente como
politiquería. Su verdadero sentido se ha desvirtuado y eso, en tanto a muchos
espanta y los vuelve apáticos, a otros los atrae para obtener prebendas e irse
por la senda equívoca. El daño está hecho, pero hay que resarcirlo, sin comerse
el cuento de que muchos han sentido ser mesías para terminar siendo más de lo
mismo.
Esa
apatía, indiferencia, ignorancia o también el desprecio de lo político ha sido
el caldo de cultivo para estar como estamos. Todos nos quejamos del estado
actual de las cosas, pero amnésicamente se nos olvida que así lo hemos querido,
o al menos, permitido. Esto no comenzó ayer, al menos hay que remontarse a los
tiempos de la patria boba que resultaron ciertos a pesar de la oportuna
advertencia del tribuno del pueblo, José de Acevedo y Gómez. Los intereses
personales de los líderes populares de turno han primado sobre los colectivos en
tanto las masas, cual veletas, son movidas por no decir manipuladas por esas
conveniencias.
Hay
que despertar, hay que sacudirse, hay que hacer algo. Se ha dicho hasta la
saciedad: vamos corriendo vertiginosamente hacia el abismo. No podemos seguir
así. Hay que hacer un alto y reflexionar un poco si no se quiere repetir la
historia. Quisiera pensar que todavía estamos a tiempo, quisiera imaginar que
hay muchos todavía que desean salir del letargo para proponer algo distinto.
Hemos pensado convocar gente de todos los partidos, de todas las edades, de
toda condición, eso sí con algunas primeras condiciones: que sean de mente
abierta, que escuchen y hablen con respeto, es decir, que sepan dialogar sin agresiones
e insultos, que no traguen entero, que quieran construir país, que no busquen sus
intereses egoístas, sino que anhelen el bien de todos. ¿Eres uno de esos?