Gardel y sus tangos quedaron arraigados en nuestra cultura, particularmente en la paisa, donde hasta hace poco se escuchaban a alto volumen en los buses, los bares y las casas de barrios populares, pero mi gusto por el ritmo argentino se me fue pegando en la casa del tío Pedro, el mismo que falleció a sus 103 años y donde pronto aprendí a tararear letras de canciones como la de la famosa “Volver”… con un afecto que no oculto por las tierras y su gente gaucha.
“Bajo el burlón mirar de las estrellas” que han estado brillando eternamente, “con indiferencia” al ver que el paso de los años “las nieves del tiempo platearon mi sien”, efectivamente se confirma “que es un soplo la vida” y que si “20 años no es nada” pues 50 no mucho y que en esta semana me hicieron volver a los claustros del Colegio Mayor de San Bartolomé pues “siempre se vuelve al primer amor”. Sinceramente no “tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida” pues allí fui muy feliz en esos años últimos de la niñez y los plenos de la adolescencia. Allí llegué en 1974 a esos “viejos claustros veneros de ciencia”, como canta su himno, a aprender de mis profesores y en estos días he vuelto a enseñar a sus profesores. ¡Cómo es la vida!
Para el 8 de diciembre pasado les conté cómo esta historia comenzó en mi primera misa en San Ignacio (que en realidad han sido dos, la de niño en 1973 y la de 1993 al otro día de mi ordenación sacerdotal) y cómo se fue cuajando mi vocación de jesuita. Coincidencias, porque en 2024 el colegio fundado en 1604 cumple 420 años y nuestra provincia colombiana 100 de haber sido restaurada, precisamente un 8 de diciembre.
“Y aunque el olvido que todo destruye” no me ha afectado todavía, aprovecho para evocar tantos seres, tan queridos, que discurrieron por mi vida en esos años maravillosos. Imposible mencionarlos a todos, pero sí a algunos, aquellos que conmigo fueron tan especiales: Pepe Donado, mi primer director de grupo, Urbano Duque, el hermano jesuita que me inspiró para serlo también, los Hermanos Alfonso Sandoval con sus melcochas y Morales el viejo sacristán de las capillas. Teresa Montoya en la portería y luego lavandería; Ramitos en oficios varios; Nicolas Hernández progresando cada día desde el joven mensajero al maduro directivo; Esther Molano en la sacristía del Templo; José Carlos Jaramillo, director de pastoral y Jesús Sanín, rector de la Iglesia quien fue mi mecenas pues creyó en mí como pocos; los Carlos Vásquez, Posada y Quintero, tan geniales como exigentes; Mario Mejía tan arriero como orador pedagogo… son muchísimos, cargados de historias e inolvidables anécdotas.
Con mis compañeros de entonces hoy se mantiene viva la amistad gracias al WhatsApp. Con ellos no solo estudiamos y compartimos pupitres, también fundamos AJUO, teníamos grupo juvenil y oficina propia: Jaramillo, Goyeneche, Escalante, Cordero, Martínez, Guzmán, solo por citar unos pocos de tantos tan queridos, Ocampo, Cruz, Fernández, Baquero, Arias, mejor dicho…
No me gradué con ellos, pero como sigue el tango “guardo escondida una esperanza humilde”, la de portar orgulloso la beca bartolina, de fondo azul, rojo, azul, con sus tres letras doradas: JHS, las mismas de Jesús, al que sigo como jesuita, pues como sigue también el himno “son augurio de eterno laurel, a esta herencia de glorias pasadas, nuestra vida promete ser fiel”, lo escribo hoy 19 de enero, aniversario 43 de mi ingreso a la Compañía de Jesús. He dicho.