Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Ayer,
a pocos minutos, sentí la segunda réplica del temblor que nos sacudiera a
mediodía. Ciertamente es muy raro que en un mismo día tiemble tanto y con tanta
intensidad y aunque soy bastante sereno cuando la tierra se mueve, me acordé de
la profecía del padre Margallo en el siglo XIX: “El 31 de agosto de un año
que no diré, por sucesivos terremotos será destruida Santafé”. Por suerte
no es el día y quizás este no sea el año, pero la carta está echada y no deja
de resonar en la propia conciencia tal advertencia.
Ante
el ímpetu majestuoso de la naturaleza uno se siente muy poca cosa y no queda
más remedio que inclinar la cabeza y reconocer quién es el que manda aquí. Creíamos
que éramos nosotros, pero estos acontecimientos lo ubican a uno en el sitio que
le corresponde. Somos criaturas, pequeñas, frágiles y lábiles. Cuando la
naturaleza se hace sentir con toda su fuerza, nos sentimos impotentes y
limitados. A un lado quedan todas las variables que evidencian nuestras
desigualdades: pobres y ricos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, entre
muchas.
Recordé
la reciente pandemia que nos dio a todos un sacudón muy fuerte y que en
cuestiones de salud dejó millones de muertos por todo el mundo. Con nuestra
amnesia característica olvidamos que los mismos sentimientos de pequeñez los
describíamos entonces y ante una eventual enfermedad y muerte augurábamos
mejoras y no volver a ser los mismos. Promesas. Como las de la gente asustada y
cariacontecida tras los movimientos telúricos que los hizo salir de las
edificaciones muertos del susto, agallinados y temblorosos, preocupados por
saber cómo estaban los seres queridos y seguramente temiendo lo peor. No pasó
mayor cosa.
Lo
interesante de las escenas callejeras es que esas situaciones límite nos
ablandan, nos hacen más humanos. Entonces la gente ordinariamente muda se
vuelve conversadora, los huraños se vuelven afables, se olvidan temporalmente
las diferencias que segregan por estrato social, opción política, genero y sexo,
religión o equipo de fútbol, se alborota la solidaridad y la bonhomía,
resultamos todos, tan cercanos y tan queridos… De enmarcar.
La
madre tierra, la naturaleza, nuevamente se hace sentir. Son esas epidemias,
esas erupciones volcánicas, esos temblores y terremotos, esos calores
infernales y esos fríos glaciales, esos desbordamientos y esas avalanchas, esos
derrumbes, en fin, son campanazos de alerta, signos, señales, gritos y
protestas. No queriendo ser dramáticos, ni apocalípticos, pero quizás podríamos
ser menos desconsiderados y estar más atentos a esas voces que hablan y se
expresan a su modo.
Rápidamente
volvemos a la rutina, a lo de antes, a lo de siempre. La amnesia nos agobia de
nuevo y seguimos como si nada. Así somos. Recuerdo entonces el verso final de
un poema de Lope de Vega a propósito del llamado a abrir la puerta que nos hace
Jesús: «Mañana le abriremos», respondía, para
lo mismo responder mañana…