Alguna
tarde en mi oficina de presidente nacional de Conaced conocí a Guillermo. Como
cabeza del grupo editorial Kapeluz vino a proponerme difundir unos libros de texto
para estudiantes de secundaria. Habían logrado algún éxito en su natal
Argentina y quería que aquí también lo tuviese. De regalo me dejó un voluminoso
libro que era uno de sus mayores logros: la edición bilingüe del Gaucho Martín
Fierro traducida al mandarín, obsequio que me pareció exótico en ese momento,
pero que años después comprendí su importancia porque le abrió las puertas a la
China legendaria.
Nunca
logramos el cometido de los libros, pero la empatía que logramos de inmediato generó
una profunda amistad de más de una década. Él había vivido aquí en Colombia y
tenía amigos entrañables y yo había vivido en Argentina y tenía amigos
entrañables. Bien que él viniese a Colombia o que yo fuese a Argentina, tuvimos
pretexto para encontrarnos a compartir. Aquí le encantaba invitarme a cenar al
restaurante de Cacha, una compatriota amiga del alma que importaba deliciosos
cortes de carne y chorizos argentinos. Cuando ella falleció intempestivamente nos
volvimos clientes de un restaurante chino cercano a donde siempre se hospedaba.
Alguna vez pude invitarlo a Estancia Chica con la intención de que conociera a
Juan Carlos Sarnari, su compatriota exjugador del Santa Fe, cosa que
efectivamente aconteció.
Uno
de los puntos que nos conectó de inmediato fue su aprecio por la Compañía de
Jesús. Recién elegido Francisco su alegría era infinita: en el barrio de
Flores, de niños, habían jugado juntos fútbol y tomado onces, muchas veces en
casa de los Bergoglio. En realidad, Albertito, como le decía al hermano mayor de
Jorge, era su compañero y amigo de pilatunas. Estas anécdotas las recordaría
siempre y su mayor orgullo era contar con un mensaje personal de quien ahora es
el Sumo Pontífice. Por eso decidí apodarlo “Cardenal Salerno”, asegurándole
desde mi imaginación que lo era “in péctore” y que solo yo lo sabía.
Con
ocasión del segundo centenario de la restauración de la Compañía en 2014, tuvo
una loca idea que finalmente llevó a cabo: reeditar la obra de Leopoldo Lugones,
que Jorge Luis Borges había seleccionado como uno de sus 100 libros preferidos:
el imperio jesuítico. Un trabajo riguroso y crítico sobre la epopeya de las famosas
reducciones que decimos del Paraguay pero que en realidad estuvieron también en
Brasil, Argentina, Bolivia e incluso Colombia. Lo loco no fue reeditarla sino
proponerme hacerle un nuevo prólogo al primero que había hecho Borges. Tan loco
como mi amigo acepté y la obra se lanzó en Posadas, cerca de las reducciones,
con ocasión de un congreso de educación católica al que fui invitado como
conferencista. Ustedes podrán juzgarlo.
Mantuve
nuestra relación la mayor parte del tiempo a punta de correos. Eran extensas e
interminables cartas sobre las que le peleé siempre: Guillermo, por Dios, ya
existe el WhatsApp, toda esa carreta tan larga podríamos hablarla por este
medio e incluso vernos en directo y mucho más rápido. Se negó por años a
hacerlo para ser coherente con su estirpe de editor antiguo, hasta que un día
realmente me sorprendió con su incursión por las nuevas tecnologías. El milagro
se había dado y podríamos ahora mandar mensajes iguales o quizás más largos que
antes. Maravilloso.
En
su último viaje a Colombia el año pasado le dije que se hospedara con nosotros.
Estuvo feliz de que, en su puerta, con letras de molde, encontrara su nombre.
Gozaba como un niño contándome sus aventuras y en particular las que
recientemente había tenido en China, donde por ser adulto y canoso, más que
respetado fue venerado y tratado a cuerpo de rey. Me alardeaba con algunos
balbuceos en mandarín y se jactaba narrando los numerosos detalles que tuvieron
los anfitriones. Hablamos mucho porque por la pandemia dejamos el cuaderno
atrasado. Siempre soñábamos y hacíamos planes, como la de la audiencia privada
con Francisco y que quedó pendiente. Pero lo que lo hacía más feliz era
hablándome de Alicia su esposa, de Celeste su hija y de Josefina 2020, la nieta
que lo volvió bobo al final de su vida. Eso sí, lo noté muy delgado y
demacrado, casi irreconocible, pero se defendió diciendo que nunca había estado
mejor. Ahora ato cabos y entiendo que el cáncer traicionero ya lo estaba
consumiendo.
Acaba
de morir Guillermo e inmediatamente nuestros comunes amigos me lo han hecho
saber. Nuestra amistad era reconocida por todos, porque él les contaba, todavía
estupefacto, que yo un día lo invité, aquí en Bogotá a una misa que celebro los
domingos en la noche y sin avisarle lo puse a hablar a todos los presentes
sobre su amistad con Francisco. El señor que ustedes ven de cabeza blanca,
copito de nieve, es un amigo mío argentino y les va a hablar del Papa cuando
era niño. El cerrado aplauso final le hizo volver el alma al cuerpo, pero nunca
supe si me perdonó por haberlo lanzado al ruedo de improviso.
Ya
está con Dios mi amigo y me lo imagino echándole cuentos a toda la corte
celestial narrándoles sus aventuras terrenas. Nos volveremos a ver cuando Dios
así lo quiera. Por lo pronto te recuerdo con infinita gratitud y aprecio. Fuiste
vos un amigo del corazón y eso nunca se olvida. ¡Descansá en paz!