Por José Alvear Sanín
El país, 221 días después de la posesión de
Petro, ofrece el panorama más caótico. Nunca habíamos estado tan mal.
Inseguridad, paros, extorsión, asesinato de líderes sociales, crecimiento
exponencial de narcocultivos, desarme de la Fuerza Pública y cese unilateral de
su actuación, marasmo económico, malas relaciones con gobiernos legítimos y
compadrazgo con dictaduras repugnantes. Aquí lo único total es el
desgobierno. Mientras el orden público desaparece, Petro habla, twittea y
delira, dentro de una incontenible diarrea mental rayana en la chifladura.
Las incontables reformas que presenta son
alocadas desde el punto de vista racional, pero eficaces para la desintegración
del país. Hasta ahora, la oposición parlamentaria se limita a ofrecer inocuas
modificaciones cosméticas a los desatinos del gobierno, lo que les permite
pensar a muchos que seguimos viviendo en una democracia constitucional.
Durante estos interminables meses el gobierno
avanza estimulando el desorden social, económico, legislativo y moral del
país. Frente a la ilusoria “paz total”
pocos se atreven a decir que el camino hacia la verdadera concordia exige
fortaleza, en vez de claudicación y entrega. El desarme unilateral del Estado
solo conduce al fortalecimiento de las estructuras político-criminales.
El gobierno piensa “negociar” tanto con organizaciones
“políticas” (ELN, Farc), como con los grupos de delincuencia común. Con el ELN
ya hay frecuentes diálogos erráticos e inconducentes. Con las Farc de “los
comunes” la cordialidad es permanente, y con los disidentes habrá también
condescendientes conversaciones. Pero ni con el ELN ni con las Farc se llegará
a nada, porque Petro sabe que ese no es el camino que conduce a la anhelada
revolución.
Cada día es más claro que el gobierno está
provocando deliberadamente el caos, para que cuando el país esté absolutamente
asqueado y descuadernado se pueda dar el autogolpe de Estado (“el timonazo”),
para asumir plenos poderes, cerrar el Congreso y las Cortes, con el loable
propósito aparente de restablecer el orden público y contener la barbarie.
Después del timonazo y en medio del
subsiguiente sentimiento colectivo que acompaña siempre a quienes quieren
eliminar el caos para que retorne la normalidad, estallaría la paz con el ELN,
grupo que solo se conforma con el “control del Estado en su totalidad”.
Hace pocos días, cuando esos individuos
repitieron ese anuncio, las buenas gentes creyeron, con la revista Semana, que
ellos “han dado pocos gestos de querer alcanzar un acuerdo de paz con el
gobierno”.
Nada de eso, que es pensar con el deseo y con
las categorías de 500 años en los que el Estado ha representado el orden y la
legitimidad, porque tanto Petro como los del ELN son marxistas-leninistas
inconmovibles, comprometidos con la revolución y teleguiados desde La Habana,
esperando el momento propicio para el zarpazo definitivo. Mientras no se
entienda que gobierno y ELN están unidos por un común propósito revolucionario,
todo el debate político en Colombia es ilusorio. Las diferencias aparentes
entre ellos son calculado teatro para desviar la atención mientras prosigue el
engaño.
Las fuerzas revolucionarias saben que les falta
muy poco para gozar de su macabro sueño. Ya controlan totalmente el Estado y
disponen de los infinitos recursos del narcotráfico, mientras las dispersas
corrientes de oposición retozan entre dulces sueños electorales de rosados
horizontes, en octubre de 2023 y junio de 2026, como si bajo un gobierno
comunista pudiera haber comicios libres.
Basta mirar a Venezuela para ver cómo será
nuestro futuro, siempre con elecciones fraudulentas y partiditos juguetones,
mientras se consolidan y perpetúan el voraz crepto-lumpen en el poder y la más
aterradora miseria en el país.