Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Vivo en el barrio La Soledad, un sector de la
capital que, según cuentan, se llamó de esta manera porque en la Bogotá de
comienzos del siglo pasado era un lugar aislado y poco habitado. Cuando los
jesuitas decidieron comprar una franja de tierra para construir allí su curia
provincial, con la ayuda del vecindario erigieron una capilla que pusieron bajo
el auspicio de Nuestra Señora, Nuestra Señora de La Soledad. Por cierto, con
una imagen sui-generis, inédita, si se quiere, pues no es la tradicional imagen
de la dolorosa, sentada, vestida de negro y llorosa, sino de pies, en actitud
orante, con las manos sobre su pecho, la cabeza inclinada y un rostro
compungido pero sereno.
He oído decir que no hay dolor más grande para
un padre o madre de familia que perder un hijo y que es un sufrimiento que
difícilmente se supera. Lo normal es que los hijos entierren a sus padres, no
al revés. De modo que las imágenes marianas a las que he aludido expresan esa
trágica realidad que en nuestro país es paisaje. En el conflicto armado que
hemos vivido por décadas, miles de madres han tenido que sepultar a sus hijos o
nunca más volver a saber de ellos porque desaparecieron para siempre. Traumática
e irreparable pena. Se debe sentir una soledad total así los padres estén
rodeados de muchas personas. No es una soledad física, es una soledad del
corazón.
Hay soledades de soledades. Soledades de
aislamiento voluntario, soledades por exclusión o rechazo en un grupo humano,
soledades por incomprensión, soledades por ausencia de compañía y las soledades
efectivas cuando paulatinamente, poco a poco, uno se va quedando efectivamente
solo en la vida porque se le mueren los papás, se le mueren los hermanos, se le
mueren los familiares y seres más queridos y el círculo de relaciones humanas
más estrechas se extingue. Debe ser un sentimiento de orfandad y de abandono
únicos. Ya no hay con quien hablar, con quién desahogarse, a quien visitar, por
quien preocuparse de modo especial. Esto le sucede a las personas longevas que
sobreviven al resto. Y, repito, aunque tengan compañía física de otros, se
sienten totalmente solos. No es cuestión de cantidad de gente, es ausencia
cualificada de relaciones de afecto, esto es, de ese sentimiento único que generaban
esos seres y que nada ni nadie pueden llenar.
¡Qué dura es la soledad! Sólo Dios podría
consolar tan desolador momento y llenar ese humano vacío. No es fácil. Se dice
sin más, mirando desde la barrera, pero solo se entiende cuando se vive. Cuando
solidariamente, silenciosamente, se acompaña a quien está afligido en el alma. No
hay mucho que decir. No hay consejo que valga. No hay remedio halo u
homeopático que sirva. Es una profunda experiencia interior, inenarrable, indescriptible,
para muchos incomprensible. Ahí sí que la oración de la doctora Teresa cobra
todo su sentido: “Nada te turbe, nada te espante. Dios no se muda. La
paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”.
¡Amén!