viernes, 5 de agosto de 2022

Soledad

José Leonardo Rincón Contreras
Por José Leonardo Rincón, S. J.*

Vivo en el barrio La Soledad, un sector de la capital que, según cuentan, se llamó de esta manera porque en la Bogotá de comienzos del siglo pasado era un lugar aislado y poco habitado. Cuando los jesuitas decidieron comprar una franja de tierra para construir allí su curia provincial, con la ayuda del vecindario erigieron una capilla que pusieron bajo el auspicio de Nuestra Señora, Nuestra Señora de La Soledad. Por cierto, con una imagen sui-generis, inédita, si se quiere, pues no es la tradicional imagen de la dolorosa, sentada, vestida de negro y llorosa, sino de pies, en actitud orante, con las manos sobre su pecho, la cabeza inclinada y un rostro compungido pero sereno.

He oído decir que no hay dolor más grande para un padre o madre de familia que perder un hijo y que es un sufrimiento que difícilmente se supera. Lo normal es que los hijos entierren a sus padres, no al revés. De modo que las imágenes marianas a las que he aludido expresan esa trágica realidad que en nuestro país es paisaje. En el conflicto armado que hemos vivido por décadas, miles de madres han tenido que sepultar a sus hijos o nunca más volver a saber de ellos porque desaparecieron para siempre. Traumática e irreparable pena. Se debe sentir una soledad total así los padres estén rodeados de muchas personas. No es una soledad física, es una soledad del corazón.

Hay soledades de soledades. Soledades de aislamiento voluntario, soledades por exclusión o rechazo en un grupo humano, soledades por incomprensión, soledades por ausencia de compañía y las soledades efectivas cuando paulatinamente, poco a poco, uno se va quedando efectivamente solo en la vida porque se le mueren los papás, se le mueren los hermanos, se le mueren los familiares y seres más queridos y el círculo de relaciones humanas más estrechas se extingue. Debe ser un sentimiento de orfandad y de abandono únicos. Ya no hay con quien hablar, con quién desahogarse, a quien visitar, por quien preocuparse de modo especial. Esto le sucede a las personas longevas que sobreviven al resto. Y, repito, aunque tengan compañía física de otros, se sienten totalmente solos. No es cuestión de cantidad de gente, es ausencia cualificada de relaciones de afecto, esto es, de ese sentimiento único que generaban esos seres y que nada ni nadie pueden llenar.

¡Qué dura es la soledad! Sólo Dios podría consolar tan desolador momento y llenar ese humano vacío. No es fácil. Se dice sin más, mirando desde la barrera, pero solo se entiende cuando se vive. Cuando solidariamente, silenciosamente, se acompaña a quien está afligido en el alma. No hay mucho que decir. No hay consejo que valga. No hay remedio halo u homeopático que sirva. Es una profunda experiencia interior, inenarrable, indescriptible, para muchos incomprensible. Ahí sí que la oración de la doctora Teresa cobra todo su sentido: “Nada te turbe, nada te espante. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”. ¡Amén!