Por José Alvear Sanín*
Si el 19 de junio gana Petro por un
puñado de votos, o si le añaden unos cuantos en la Registraduría para hacerlo
presidente, Colombia cambiaría de clase dominante.
La actual está formada por
empresarios, profesionales independientes, agricultores y comerciantes. A mí no
me parece que esa enumeración constituya algo inconveniente, o que esas
personas deban avergonzarse de su posición social y económica, porque en su
inmensa mayoría son ciudadanos trabajadores y honestos, que aman sus familias,
respetan las leyes y pagan impuestos. En cambio, está lista ya “una nueva
clase” para reemplazarlos, encabezada por políticos con abundante prontuario,
capos de la droga, guerrilleros y terroristas, y por un amplio, espeluznante
lumpen intelectual. Nos dicen que el cambio es ahora... ¿Valdrá la pena?
Desde hace varios años se viene
“destruyendo” la actual clase dominante. No hay calumnia que no se emplee para
demeritarlos, arrinconarlos, avergonzarlos y denostarlos. No me voy a referir
especialmente al presidente Uribe, víctima durante los últimos doce de diaria
contumelia en forma de oprobio, injuria y ofensa, hasta convertirlo, en la
imaginación de buena parte de la opinión, en monstruo innombrable.
Sin embargo, el expresidente no es
la única víctima de esa campaña, porque los secuestradores y violadores del
Secretariado denigran de los militares; los docentes, de los empresarios y
agricultores; los vagos, de los que han estudiado; y los alcaldes mamertos
destruyen las empresas e instituciones públicas para instalar en ellas a sus
impreparados y rapaces nepotes.
En resumen: si, como desde Voltaire
hasta Goebbels, la disociación avanza convirtiendo pequeñas mentiras repetidas
mil veces, en grandes “verdades”, en Colombia todo se hace creíble, hasta
llegar al hecho aterrador de que hasta un 48% y más de los encuestados están
dispuestos a votar por un terrorista castro-chavista, filmado incluso con
bolsas llenas de inexplicables billetes, que goza de permanente absolución mediática.
Pasando revista a los últimos años
se observa que la calumnia es el arma política fundamental de una izquierda
revolucionaria que avanza continuamente. Impera una ley del embudo, donde esta
nueva clase política, agresiva y ascendente, monopoliza la calumnia contra los
demás, que deben observar prudente silencio cuando se los difama, porque tanto
una judicatura mamerta como una prensa sesgada, fallan siempre a favor de los
nuevos catones, que disponen de bien entrenados difamadores profesionales y de
centenares de abyectas “bodegas” que saturan al país de un asfixiante ambiente
mendaz.
Estos energúmenos están por encima
de toda preocupación, y además, saben recurrir a las leyes que han consagrado
unos dizque “delitos de odio”, que en la práctica impiden la libre expresión de
las gentes.
Vale la pena recordar quiénes son
los principales partidarios de Petro y Francia, dos figuras lombrosianas que
gozan de amplísimos y costosos medios.
Los primates de la nueva clase
petrista forman un abigarrado grupo no calumniable, porque lo que se dice de
ellos resulta cierto; ni tampoco elogiables, porque nadie recuerda nada bueno
de ellos. El primer nivel está formado por el Secretariado de las FARC, una
serie de congresistas que no pueden ser difamados, como tampoco pueden Juan
Manuel Santos y la caterva de sus ministros hacer olvidar cómo se robaron un
plebiscito, ni los entregadores de La Habana pueden ser más despreciables.
Nadie ha sido jamás capaz de decir
que Roy Barreras fuera un buen médico, que Armando Benedetti haya sobresalido profesionalmente,
que Piedad Córdoba sea honesta, o que Judas Francisco de Roux y Monseñor
Monsalve sean sacerdotes virtuosos; ni Gustavo Bolívar, buen escritor; ni pinturita,
alcalde íntegro; Claudia López, cuerda, o Hollman Morris buen esposo y padre.
Cuando repaso la lista de la nueva
clase al acecho, recuerdo al ciudadano que ofrecía un millón de pesos a quien
hablara bien durante un minuto de un manzanillo antioqueño, porque ¡nadie podía
elogiar a ese político por más de diez segundos!
La situación de la ascendente clase
comunista es aún peor: ninguno alcanzaría siquiera cinco segundos de elogio...
y ¡si el país se equivoca nos pueden gobernar por setenta años!