Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Tengo ya seis décadas y toda mi vida la he
vivido en un país marcado por la violencia. Primero, la de los partidos
tradicionales que tiñó de sangre nuestros campos y ciudades para hacer sentir
la hegemonía liberal-conservadora. Bastante se hizo con el Frente Nacional al
alternarse el poder durante 16 años. Bajó la matazón y pudimos comprobar que
unos y otros eran la misma cosa y que con ese mano a mano se repartieron el
ponqué. Hubo calma relativa pero no progresamos como deberíamos haberlo hecho. Las
brechas sociales comenzaron a abrirse y nuevas violencias comenzaron a aparecer
y cobrar fuerza: la guerrillera con sesgos ideológicos distintos, con iniciales
causas nobles, luchaba contra ese Estado indiferente e indolente tras una
sociedad más justa; la de la delincuencia común que comenzó a dejar de trabajar
aisladamente para transformarse en bandas de crimen organizado; la paramilitar
que se armó para suplir un estado ineficiente y permisivo que no ponía orden ni
hacía cumplir la ley; la mafiosa proveniente del narcotráfico que comenzó a infiltrarse
en todas las instituciones con su cultura traqueta del dinero fácil y mal
habido y que logró desvirtuar las causas de izquierdas y derechas instalando un
modo perverso de proceder: el todo vale.
Aquí estamos y somos producto de esa amalgama vergonzosa.
Es un revuelto donde se hace imposible diferenciar quién es quién. Los que ayer
se insultaban con saña, hoy se abrazan tiernamente. Los que ayer andaban juntos
jurándose amor eterno hoy se declaran la guerra. En realidad, el país no
importa, lo que cuentan son las ambiciones personales. De otro modo no se
entiende lo que está pasando: un país descuadernado, con problemas
estructurales muy graves, con una polarización política radicalizada. Tiene que
haber mucha plata de por medio como compensación para querer dirigir este país.
O contar con un masoquismo extremo o de verdad amarlo tanto para ofrendar la
vida en tamaño holocausto.
Me resulta decepcionante el proceso electoral que hemos vivido. Dizque aparentemente se quiere el cambio. pero los de siempre, los mismos con las mismas, se han enfilado, alineado, acuartelado, en las “nuevas” propuestas para pernearlas con sus viejas mañas y no permitir avizorar algo distinto. La misma perra con diferente guasca, sentencia la sabiduría popular. Qué horror de campaña, qué nivel más sucio y bajo, qué ruindad y qué mezquindad. ¿Esos son los que van a dirigirnos este próximo cuatrienio? Después de despedazarse literalmente, quieren tender su mano con una rama de olivo para hacernos creer que es posible la armonía y la convivencia pacífica. Después de desacreditarse sistemáticamente se buscan para demostrarnos que son un gran equipo, idóneo y maravilloso. ¡A otro perro con ese hueso!
Gústenos o no, llegó la hora de elegir. Hay que
participar. No podemos sustraernos de tamaña responsabilidad. Por el uno o por
el otro, o si lo quiere en blanco, pero vote, manifiéstese, hágase sentir en lo
que piensa, lo que quiere, hágalo conscientemente y con responsabilidad. No lo
haga por despecho o con rabia, o porque las encuestas señalan en su tendencia,
no lo haga porque toca votar por el menos malo. No vote contra sus
convicciones. Se sabe que el voto en blanco no cuenta, pero se sabe también que
es una descalificación contra las únicas opciones posibles. Y cuando se sepan
los resultados y cuando ya estemos en el nuevo régimen, en vez de refunfuñar y
maldecir pregúntese si aún estamos a tiempo para tener una mayor madurez
política o si es demasiado tarde. Si decepcionante ha sido todo esto que
estamos viviendo, más decepcionante será no haber tomado conciencia de la
degradación a la que llegamos y haber seguido lo mismo, o peor. Como decía el
otro: “¡Mi Dios nos coja confesados!”