Por: Luis Guillermo Echeverri Vélez*
1- Vivimos en la era del conocimiento, en la que todo
cambio debería estar enmarcado en estricta legalidad, dirigido a fortalecer el
sistema de libre emprendimiento y tener como objetivo una mayor equidad social.
La sociedad actual demanda transformaciones y líderes o
agentes de cambio que sean positivos, visionarios, cada día más preparados,
profesionales, sensatos y honorables. ¿Estamos cumpliendo con esto?
Precisamente cuando el fracasado socialismo se vale del
terror, la tensión social y la violencia para tratar de ofrecer gratis lo
imposible y luego imponer procesos revolucionarios sobre naciones pobres, de
ingreso medio y en vía de desarrollo, es cuando con más cuidado debemos elegir
a nuestros líderes en función del desarrollo y del crecimiento del país y no de
nuestras conveniencias o insatisfacciones personales.
Pensando en lo anterior y en el momento crítico que vive
Colombia, quiero compartir con el lector esta alegoría que encontré hace años
en una herrería de la Provincia de Huelva:
Por un clavo se pierde una herradura,
por una herradura se pierde un caballo,
por un caballo se pierde un caballero,
por un caballero se pierde una batalla,
Por una batalla de pierde una guerra,
y por una guerra se pierde un imperio.
Atención Colombia, hay que votar bien, pues por un voto por
un falso cambio, envuelto en el papel de los engaños demagógicos, podemos
perder el imperio de la ley.
Ese imperio de la ley es lo que más debería custodiar hoy
la desdibujada justicia. La cultura de la legalidad representa la única
garantía de la equitativa medida necesaria entre libertad y orden que mantiene
el pacto social en procura de la sana convivencia y que otorga seguridad
jurídica a la confianza inversionista de la cual depende el crecimiento
económico como única forma de mejorar la calidad de vida de toda la nación.
Y es que para saber si un cambio puede ser para bien y no
para mal, hay que entender que no es el Estado ni son los políticos los que
generan crecimiento económico y desarrollo social. Es el trabajo de los
particulares y de las empresas la única verdadera fuente de riqueza de toda
nación.
Miremos las realidades de las últimas décadas en países
como Cuba, Venezuela y Nicaragua, y no traguemos entero.
No nos neguemos a ver y reconocer los cambios positivos de
Colombia en los últimos años y los avances logrados como nación, como país y
como sociedad. Algo que a los medios y a los analistas les cuesta tanto
reconocer, pues hablar de lo positivo ya no vende. Pero hay que darle tiempo al
tiempo y entender que el cambiar por cambiar solo genera la destrucción del
país que necesitamos para poder trabajar y vivir con tranquilidad y esperanza.
2. ¡El derecho al progreso de una nación no es propiedad
intelectual ni exclusiva de ningún tipo de ideología, menos en la era del
conocimiento que vivimos!
El progreso verdadero se llama desarrollo socio-económico.
Y solo se genera sobre la utilidad que produce el trabajo de los capitales
privados, que con la creación de emprendimientos le imprimen movilidad y
velocidad a la economía generando así crecimiento, empleos e ingresos, de los
cuales se descuenta la pesada carga de una Estado fundado para mantener un
orden justo y unas libertades de mercado dentro de un marco cívico de
cumplimiento del deber.
Ningún sistema de conducción del Estado produce por sí mismo
utilidades suficientes para mantener una sociedad entera.
Y menos aún, le dan las cuentas a socialismo alguno en
medio de una cultura mafiosa impuesta por el interés anárquico del narcotráfico
representado por toda suerte de organizaciones criminales que se valen del
terror y del miedo, la inconformidad y la zozobra de una sociedad que les ha
permitido estar inmiscuidos en el acontecer tradicional de la política
compuesta de una colección de gavillas clientelistas y de corruptos y de
figuras anacrónicas adictas al poder burocrático, una cómoda burguesía que
habita hoy en entidades secuestradas ideológicamente, como es el caso de gran
parte de las Cortes y entidades de control, y como Fecode, organización que
solo genera hordas de jóvenes “NiNis” o jóvenes que ni estudian ni trabajan y
creen que es el Estado o son sus padres y no su propio esfuerzo y trabajo el
que tiene que mantenerlos.
3. Hablemos claro: ¿Cuál cambio? ¿Qué cambio? ¿Qué debe
cambiar y qué no?
En toda campaña política siempre hablan convenientemente de
cambiar. Pero cuando los candidatos no están preparados para hacer un buen
gobierno dentro del marco legal establecido, sino que sus propuestas están
coartadas por la demagogia ideológica populista, siempre la embarran cuando
empiezan a dar explicaciones.
Convengamos en que el cambio en el mundo actual es
constante e inevitable. Somos una civilización mutante en la cual hay cambios
transformacionales por lo general lógicos, constructivos, positivos, y también
los hay destructivos. Hay cambios incontrolables cuando provienen de la fuerza
y las evoluciones de la naturaleza, pero que cuando provienen de procesos
sociales revolucionarios son controlables por medio de la legalidad. Y es que
en el mundo actual muchos cambios, aunque disfrazados de falsas democracias,
están realmente asociados a narcotráfico, violencia y corrupción.
Como sociedad informada, ya deberíamos haber entendido que
al cambio no lo encarna un solo individuo dentro de una democracia
representativa en la cual el 85% de las personas no cree en ninguno de los
partidos ni de los políticos, sean ellos de izquierda, centro o derecha, y que
el cambio por cambiar, evocado por la dialéctica demagógica y enarbolado por
los candidatos populistas, está compuesto de embustes y premisas falsas
completamente verificables.
Las culturas de las naciones son solo la suma de las
conductas de los individuos que las constituyen. Entonces hay que entender qué
es lo que realmente se debe cambiar, cómo cambiarlo, y cómo podemos todos
contribuir dentro de una sociedad a un cambio positivo. Lo cual requiere una
cultura política enmarcada en la unidad de propósito nacional de desarrollo
colectivo y colaborativo, sin odios ni individualismos, y una convivencia
social y económica seguras.
Entendamos que es cada individuo en relación con su
formación cultural, cada institución y cada empresa, el que tiene que pensar en
cómo cambiar todo un país para bien, y darse cuenta de que en esta era del
conocimiento, en primer lugar, uno cambia para bien, o en segundo lo cambian
para mal.
Lo anterior supone entender qué es lo que realmente quieren
y pretenden los que nos están vendiendo un cambio en medio de un proceso
electoral: o generar caos para luego controlar, hacerse al poder para imponer
un control estatal que cercena libertades; o ser agentes del cambio positivo
que nos ofrece la era de transformación digital–tecnológica y científica que
vive nuestra civilización.
4. ¡Hay que cambiar porque este es un país de corruptos!
¡Ah, pero qué fácil se dice! Y si todos somos corruptos, “que
tire la primera piedra el que esté libre de pecado”. Alguien que me explique:
¿Cómo es que los corruptos van a cambiar una nación?
El hoy tan extraviado deber ser, asociado al interés
general, indica que siempre hay que luchar contra la corrupción. Pero
convengamos también en que aquí no todos somos corruptos, y que la gran mayoría
de la gente no es corrupta y, por el contrario, la mayoría labora y vive
honradamente.
Aquí, como en todas partes, hay niveles altos de corrupción
que involucran tanto lo público como lo privado, pero lo grave no es solo eso,
lo más grave es la cultura embustera, tramposa y mafiosa de esas minorías que
han sido corruptas siempre y que ahora quieren reclamar el poder dándoselas de
transparentes, acusando a las personas honorables de lo que impulsa su propio
mal proceder.
5. ¡Hay que cambiar, pues no
podemos seguir en manos de los mismos de siempre!
El que diga eso, simplemente
miente. No conoce, no ha estudiado y no entendió la verdadera historia política
de nuestro país, ni la naturaleza de las elecciones presidenciales de lo que va
corrido de este siglo, ni comprende los fundamentos y los valores éticos de
quienes han apostado auténticamente por un mejor país para todos.
Hoy el populismo se vale de una dialéctica y una retórica
negativa que no solucionan los problemas que presentan las democracias
representativas y los gobiernos populistas de la región.
Los que van al Congreso son elegidos por nosotros, pero
tristemente por lo general no trabajan por sus electores ni para el país, sino
para ellos mismos o sus causas personales. Ese es el problema de tener tantas
personas cuya única vocación es ser de profesión político, como forma única de
ganarse la vida.
Que no digan los que llevan veinte años en el Congreso que
no son ellos los mismos de siempre. Eso y la falta de procesos de selección
profesional, es lo que ha permitido que los poderes del Estado, especialmente
el legislativo, las cortes y algunos mandos medios burocráticos de entidades de
control, y el poder administrativo que responde al caciquismo clientelista
congresional, se hayan permeado de una cultura mafiosa y una carga ideológica
que representa una implosión del deber ser estatal.
6. ¡Hay que cambiar porque hay muerte, violencia, pobreza,
desigualdad e injusticias!
Claro que hay conductas inhumanas y deleznables que hay que
cambiar en Colombia. Aquí y en todas partes la seguridad ciudadana es el
supuesto esencial que debe garantizar el Estado. La pregunta que hay que hacer
es si esa problemática debe cambiarla un violento con prontuario, o toda la
institucionalidad.
Aquí el problema es la institucionalización de la
convivencia con el delito. Lo más fácil en medio del inmediatismo es convivir
con la delincuencia. Y lo usual es culpar al Estado para así hacerse al poder,
sin reconocer que en todos esos aspectos negativos que ha generado el crimen
organizado, venimos mejorando cada año, cada lustro, cada década, y que no son
asuntos tan simples ni tan fáciles de solucionar como cambiarse de camisa.
Decir que no queremos más violencia y que hay que perdonar
ante las acciones del sanguinario narco-terrorismo comunista entreverado en los
poderes del Estado, no es un cambio. Hay que comprender que la solución no es
entregarle el poder del cambio a cualquiera, y menos a quienes representan las
organizaciones criminales amancebadas con la política tradicional.
7. ¡No son los mismos políticos y guerrilleros de siempre
los que pueden cambiar este país!
Si queremos un cambio transformacional positivo, no es un
presidente y su gobierno, es toda la sociedad y sus instituciones democráticas
la que tiene que cambiar y defender el país y sus valores fundacionales.
Decía mi padre en una de sus intervenciones al frente del
sector industrial colombiano sobre la importancia del debido y responsable
manejo de la economía y el poder: “Si el balance del país no es bueno, el
balance de las empresas no puede ser bueno, y por tanto el de las familias y
las personas no puede ser bueno”.
No votes en blanco, pues con eso le estás haciendo trampa a
tu país. No apoyes con tu voto a los mismos de siempre, lo peor de la
politiquería colombiana asociado a la narco-guerrilla terrorista que aboga por
un cambio para controlar a Colombia y destruir la libertad de empresa, los
mercados y los verdaderos valores democráticos que representan las condiciones
en las cuales se genera la confianza inversionista y con ella el crecimiento
económico. Además, la casilla del voto en blanco en el tarjetón de la segunda
vuelta de la elección para presidente, es abiertamente inconstitucional.