José
Leonardo Rincón, S. J.*
Ya lo sé: se han escrito muchos artículos sobre la exitosa película de
Netflix y este, uno más, no va a superarlos. No pretendo eso, solo comentar con
ustedes, mis fieles amigos, cuál es mi personal apreciación sobre esta cinta
que apenas pude ver en estos días, pero que ha cautivado medio mundo desde hace
varias semanas.
Déjenme decirles que la disfruté a tope, de comienzo a fin. Ya había
oído decir que era muy buena y ciertamente lo es. Incluso, algunos amigos la
habían visto dos y tres veces y es verdad que vale la pena repetirla. Está muy
bien lograda cinematográficamente hablando. Y uno se compenetra tanto con la
historia, que termina emocionándose igual, ya por los momentos jocosos, ya por
los que desgranan lágrimas, ya por los que suscitan expectante ansiedad.
Y es que los dos actores protagonistas, en realidad derrochan calidad
artística al asumir con tanta propiedad los papeles. Debieron gastarse horas
analizando a sus personajes para poder imitarlos a la perfección. Y el
director, de quien me dicen que no es creyente, demuestra, sin embargo, un conocimiento
profundo y bastante veraz de que allí se escenifica, una temática compleja, que
en algunos casos requiere rigor histórico, aunque deliberada y explícitamente se
advierta que si bien está basada en hechos reales, no es una película estrictamente
histórica, cosa que nadie duda: el libreto se mueve sobre un encuentro ficticio
entre Benedicto XVI y el cardenal Bergoglio, quien resultará elegido su
sucesor.
Los Papas, tan bien encarnados, muestran plenamente su lado humano y, ese,
es el mayor logro de la película. La disciplina germana y la espontaneidad
latina. Las convicciones profundas de cada uno que brotan de sus genuinas y
diametralmente opuestas experiencias. No faltará el fino humor en medio de las
divergencias conceptuales. Se evidencia el talante auténticamente honesto de
cada uno, con sus particulares reicidumbres, combinadas también con la
capacidad de dejarse interpelar, cambiar de parecer cuando la realidad se
impone y también de pedir perdón por los errores.
La temática, en su eje vertebral, pretende mostrar las dos caras reales
de la Iglesia: una, heredera del glorioso cesaropapismo, arraigada firmemente
en la inamovible ortodoxia milenaria que tuvo su culmen en el Concilio Vaticano
I y, otra, de reciente cuño, producto de la transformación eclesial que generó
el Concilio Vaticano II y, particularmente dos de sus Constituciones: Lumen
Gentium y Gaudium et spes.
En realidad, más allá de las “alas” teológico-ideológicas que pueda
obviamente la Iglesia tener corporativamente hablando, lo que prima o debería primar
es la fuente misma, esencial e irrefutable del Evangelio de Nuestro Señor
Jesucristo, patrón y referente indiscutible que, institucionalmente, se traduce
como organización en la Iglesia, una entidad realmente humana con lo que eso
connota de santa y pecadora, casta-meretriz.
La lluvia de críticas no ha amainado. La mayoría son felizmente
laudatorias, pero no falta el comentarista destemplado, laico o clérigo, que
sienta que esta película vulnera la imagen del Santo Padre pues favorece la
imagen de uno y juzga duramente al otro (según el sesgo, se dirá cuál es cuál,
a conveniencia). El hecho es, como dice el teólogo brasileño Leonardo Boff, que
ni Benedicto pasa la barrera de su comportamiento flemático, ni Francisco puso
a bailar tango a Benedicto. Eso hace parte de la versión ficticiamente novelada.
Dejo aquí por ahora para decirles que, si no la han visto, se animen a
verla. Y si quieren, por esta misma tribuna, pueden escribir sus valiosos
comentarios. Yo por lo menos, quedé muy feliz de verla y estoy absolutamente
seguro de que bien valió la pena dedicar estas dos horas de cine constructivo. Creo
yo que es más y mayor el bien que ha hecho, que las aisladas inexactitudes que haya
podido tener.
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