Por José Alvear Sanín*
Aunque el partido conservador, considerado por
Miguel Antonio Caro guardián del manicomio,
fue generalmente una influencia muy positiva en la vida colombiana, en 1858 se
contagió de locura, aceptando el federalismo que despedazaba el país. Otra de
sus trágicas equivocaciones fue la imposición, por parte de Álvaro Gómez
Hurtado y Belisario Betancur, de la elección popular de alcaldes y
gobernadores, reforma demagógica y populista que entregó los gobiernos locales
al clientelismo, la cleptocracia y la ignorancia.
Recuerdo —porque desde El Tiempo yo clamaba contra ese esperpento— que luego, tanto Carlos
Lleras como López Michelsen rechazaban esa enmienda, aunque ambos se inclinaban
a pensar que la elección popular podría aceptarse, pero únicamente para las
grandes ciudades. Sin embargo, no pensaron en la necesidad de una segunda
vuelta, para evitar que con una escasa mayoría se imponga un aspirante con
apenas un 15 - 20% de apoyo del censo local, sobre otra media docena. Luego,
los elegidos están obligados a retribuir, contratando a dedo, a los extraños
financiadores de campañas cada vez más costosas…
El resultado de esa reforma democratera
y progre, que puede llevarnos al abismo el próximo 27 de octubre, ha
sido la monumental descentralización del chanchullo, porque el país, sin
partidos que propongan políticas para la administración local, está en cambio,
sobresaturado de vallas con las sonrientes efigies de millares de aspirantes.
Cada uno se presenta con un lugar común, tres o cuatro palabras anodinas que
reemplazan toda discusión seria, porque además sus programas, copiados de otros
para cumplir con los requisitos legales, son desconocidos por el electorado.
La ausencia de debates serios es general, mientras
el país, al garete, avanza a tientas. La sensación es la de una ruidosa fiesta
en el puente del paquebote que surca un mar proceloso…
Ahora bien, en Colombia, a partir de la
elección de Santos, en 2010, la política se reduce al asunto supremo de escoger
entre el estado de derecho y la revolución marxista-leninista que impulsa el
Foro de Sao Paulo.
Lo trágico es que de ese dilema no se habla. Es
un tema tabú, porque se actúa como si nada estuviera pasando, como si no
estuviéramos en peligro, como si gozáramos realmente de paz y nuestros peores
enemigos se hubiesen convertido en inocentes y bondadosas personas.
En el actual debate, que ha transcurrido sin
pena ni gloria, no se ha discutido nada importante, y en consecuencia el país
irá rutinariamente a las urnas ignorando lo que verdaderamente se juega.
Es previsible entonces que en mil y pico de
municipios y en treinta departamentos todo siga igual, y que nuevas, pésimas e
impreparadas autoridades sigan mal administrando esos feudos, pero en Bogotá,
Cali, Barranquilla y Medellín (que tienen casi la mitad de la población
colombiana), bulle una tragedia que puede desquiciarnos definitivamente.
En la capital la pelea es entre lo pésimo
—Claudia— y lo malo —Carlos Fernando—, dos partidarios del NAF, que, según un
agudo observador bogotano, no reúnen siquiera la experiencia necesaria para
administrar un parqueadero. A esta lamentable situación se ha llegado porque ni
el CD, ni el gobierno se preocuparon de preparar un candidato viable con un
programa sólido, lo que dejó el campo abierto para el regreso de la capital al
caos.
A Cali vuelve un exalcalde nefasto, del M-19, y
en Medellín, la demagogia puede darnos la sorpresa más terrible.
En todo caso, si solo se pierden Bogotá y Cali,
el presidente queda mucho más arrinconado y disminuido, mientras la subversión
se hace a decenas de billones que permiten establecer la maquinaria eficaz para
las elecciones de 2022, que se inicia con el control de millares de juntas
administradoras locales (JAL), para repetir el millón de votos que Petro le
puso a Santos.
He aquí lo que se juega el domingo 27 y que el
electorado ignora, distraído por fuegos fatuos electorales, mientras un país
lánguido e indiferente no se percata de que se juega con fuego, ni de que estas
elecciones, aparentemente sin importancia, pueden definir la suerte del país.