Por Pedro Juan González Carvajal*
Sostienen quienes trabajan bajo el rigor científico e
intelectual, que lo que no se mide no existe, hablando obviamente de las
actividades humanas.
Recientemente unos estudiosos de la demografía han
revelado que solamente el 10% de la población del planeta vive entre montañas,
entre los cuales estamos obviamente nosotros los antioqueños. Y eso no quiere
decir que seamos unos seres extraños, unos marcianos, pero sí hay que reconocer
que se tienen algunas particularidades: conservadores, tradicionalistas,
familiares, desconfiados, arriesgados, jugadores, trabajadores, entre otras
varias singularidades que a simple vista podrían entenderse como contradictorias.
El hecho es que en Antioquia existe la multiculturalidad
y eso hace que en este departamento tengamos varias “Antioquias” al
interior, lo cual potencia, y a su vez dificulta la comunicación, la
interrelación y el ejercicio pleno de la tolerancia.
Una cosa es el antioqueño andino, el montañero, otra cosa
es el antioqueño de mar, el costeño, y otra cosa es el antioqueño que vive en las
riberas de los ríos, el chilapo; una cosa es el antioqueño que desarrolla la
actividad minera, otra cosa el antioqueño que trabaja en la agricultura, otra
cosa el antioqueño que se dedica a los negocios, y otra cosa el antioqueño que
se dedica a la ganadería.
Por sus particularidades étnicas y socio culturales, no
podemos tener una comprensión homogénea del antioqueño mestizo, del antioqueño
indígena, del antioqueño afrodescendiente, del antioqueño blanco y del antioqueño
mulato.
Otro dato de interés es que un estudio reciente revela
que solo el 3% de los colombianos hemos leído los Acuerdos de Paz, lo cual
implica que las discusiones que se presentan hoy en día alrededor del tema
están enmarcadas, sesgadas y signadas por la desinformación, la ignorancia o el
desconocimiento profundo de aquello a lo cual se critica o apoya.
Esta evidencia deja por el suelo nuestros procesos
educativos, y en el subsuelo, nuestro desconocido concepto de ciudadanía.
Ante este desinterés, propio de una cultura indolente, si
es que así se pudiera denominar a este adefesio social, es imposible pensar en
una relación de respeto civilizado entre los habitantes de Colombia, cuya
coexistencia y convivencia está hoy marcada por la intolerancia.
No importa de dónde provengan las balas, los muertos
colombianos son muertos nuestros, muertos que son hijos de una misma Patria y
muertos que se convierten en una pesada carga de vergüenza que debemos
arrastrar entre todos, ante un planeta que ya sinceramente no sabe, ni cómo
mirarnos, ni cómo tratarnos.
Soldados, reinsertados, líderes sociales, indígenas,
periodistas, sindicalistas, campesinos, estudiantes, policías, jueces,
políticos, ciudadanos del común, todos y entre otros tantos, sin excepción,
tienen el sagrado derecho a ver respetadas y preservadas sus vidas y a tener un
Estado que se las pueda garantizar. De no ser así, pues ya va siendo la hora de
pensar en cambiar de Estado.