Por José Alvear Sanín*
En vez de costosas e inútiles pantomimas, como
una consulta popular para prohibir lo que ya estaba prohibido, el país requiere
medidas enérgicas y de fondo contra la corrupción.
Rememoro la pobreza, austeridad y honestidad de
la política colombiana desde los orígenes de la República hasta bien entrado el
siglo XX, y siento angustia cuando comparo ese pasado con los niveles de
corrupción que deforman actualmente su ejercicio.
Algo verdaderamente escandaloso es el costo que
ha alcanzado a hacerse elegir. Las cifras que se barajan son aterradoras. Posiblemente
hay exageración cuando hablan de mil o dos mil millones para alcanzar una curul
en el Congreso, o de centenares de millones para un diputado o un concejal en
las grandes ciudades. Todos nos preguntamos cómo es posible gastar en la
campaña más de lo que se percibe por dietas y adehalas en la totalidad del
periodo.
Por desgracia, esas cifras, aun reducidas al
50%, al 75% o aun al 1%, son inaceptables, porque a las corporaciones públicas
debe llegarse por preparación, capacidad y méritos.
Recuerdo que cuando algo tuve que ver con las
finanzas del Directorio Conservador de Antioquia, este se sostenía con pequeñas
contribuciones de los empleados públicos y de los elegidos en nuestras listas,
y que cada cuatro años, para las elecciones generales, rifábamos un automóvil.
Los aspirantes recorrían el departamento en sus propios vehículos o en bus, y
pagaban de su bolsillo los modestos hoteles de pueblo. Los concejales servían ad honorem, y las dietas parlamentarias
eran exiguas. Nadie pensaba en enriquecerse con la política, y esta, por el
contrario, empobrecía.
A pesar del clima austero y patriótico de este
ejercicio, a veces se presentaban aprovechamientos indebidos, pero eran tan
escasos como ahora los políticos probos.
En algún momento, tal vez coincidiendo con el
auge mafioso del último cuarto del siglo XX, la política empezó a degradarse y
a ella comenzaron a asomarse contribuciones de capos y de grandes intereses
económicos. Se pensó entonces en la financiación oficial de los partidos y
movimientos. No sé de dónde copiaron aquello de la reposición de gastos en
función del número de votos contabilizados por cada grupo o candidato, pero el
remedio resultó peor que la enfermedad.
En efecto, las sumas que se fijan como topes
son tan abultadas como desproporcionadas, pero no colman los presupuestos de
los aspirantes, de tal manera que al lado de una reposición de gastos más o
menos bien sustentada, existe una “financiación” paralela, a cargo de
constructores, concesionarios, multinacionales del soborno, urbanizadores,
magnates, mafiosos, contrabandistas, usureros y de toda clase de interesados en
maniobras, leyes, contratos y chanchullos, que se reclaman como
contraprestación por esas “inversiones electorales”. Esto también ocurre, de
manera especialmente preocupante, con los aspirantes a alcaldías y
gobernaciones, cuyas campañas también son estrambóticas.
No vale la pena citar las cifras autorizadas,
ni ponderar las “extralegales”, porque de lo que se trata es de reclamar el
regreso a una política austera y moralmente satisfactoria, para lo cual los
partidos y movimientos deben elegir a las personas preparadas y honestas que
ahora no pueden asomarse a la ella.
Desde luego, es necesario que los electores
conozcan lo que los candidatos piensan, representan y ofrecen, pero eso no se
consigue con las caritas sonrientes en los infinitos afiches y en las estúpidas
vallas, ni con los lemas tontos, la propaganda política pagada y chillona en
radio y tv, los volantes que van a la basura, los costosos vuelos en aviones
fletados, los grandes hoteles, bailes y banquetes de los aspirantes. En vez de
discutir con ideas los problemas nacionales, se presenta un hostigante exceso
propagandístico, poco o nada motivador, y por eso muchos proceden luego a la
compra de votos, práctica cada día más extendida, que tiene mucho que ver con
el costo astronómico de las campañas.
Para que el elector escoja bien, en conciencia,
hay que eliminar todo ese ruido y presentarle a los candidatos, cara a cara,
sin la costosa deformación de la vergonzosa propaganda política actual.
Nada más fácil ni menos costoso, si reducimos
las campañas políticas a apariciones en tv y al esfuerzo individual de sus
aspirantes, puerta a puerta y plaza por plaza.
No existe ya nadie que carezca de ese medio, y
por eso el gobierno debe otorgar a todos los partidos tiempo razonable para la
exposición de sus programas, teniendo en cuenta tanto el peso electoral de
estos como la conveniencia de ventilar nuevas opciones de manera equilibrada,
porque no es admisible que se privilegie al partido gobernante o a advenedizos
procedentes de la subversión y el crimen. Este es un ejercicio difícil, pero
tan posible como conveniente, porque lo inadmisible consiste en seguir
dilapidando recursos, tolerando contribuciones off the record y convirtiendo la política en un coto cerrado al que
solo se pueden presentar quienes tengan billete y más billete.
En cambio, los partidos deben financiarse con
donaciones razonables, deducibles de la renta bruta, procedentes de una amplia
base de afiliados, en vez de depender de las enormes sumas que ahora les otorgan
el presupuesto y oscuros y multimillonarios donantes.
De paso hay que rechazar que el grupúsculo FARC
(con 50.000 electores) reciba del Tesoro Nacional más dinero que los verdaderos
partidos políticos. Inadmisible también que le regalen 42 emisoras, en vísperas
electorales, por parte de un gobierno, obligado —no lo olvidemos—, a respetar
el principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Y además, ningún
partido, asociación, iglesia o grupo, debe tener emisoras regaladas por el
Estado.
***
Al doctor Santos también se le entró el
elefante a sus espaldas, como al otro que tampoco se dio cuenta. Ambos se
enteraron por la prensa… y por eso no se les puede exigir responsabilidad penal
alguna. La diferencia entre estos dos ingenuos reside en que Samper limitó el
mecanismo de la mermelada a los congresistas, y por esa razón los medios no lo
encubrieron, en tanto que Santos les untó la tostada a unos y otros, y así pudo
avanzar viento en popa hacia fines aun más perversos que los de su precursor.