José
Leonardo Rincón, S. J.*
¿Qué es el misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, que celebramos
en esta semana mayor sino el mejor y más auténtico retrato de lo que somos como
seres humanos?
Más allá de las tradicionales ceremonias litúrgicas a las que estamos
acostumbrados, bien vale la pena no quedarnos en su exuberancia ritual, que es
pedagógicamente hermosa, y más bien fijarnos, al menos por una vez, en las
actitudes de los personajes que protagonizan estas jornadas. Repito, hay allí
un condensado de humanidad que ha dado ocasión, no lo dudo, a abundantes
estudios de psicología.
El domingo de ramos se viste de rojo. Connota fiesta, alegría, pero
también pasión y el comienzo del fin. Las multitudes, esas masas tan
interesantes como peligrosas, reflejan su infinita capacidad camaleónica para
adaptarse según las conveniencias y dejarse alienar y manipular por otros. En
esta ocasión vitorean y aplauden, exaltan a Jesús y quieren hacerlo rey, pues
el mesianismo que sueñan y esperan es eminentemente político. Mas Jesús les
resulta decepcionante porque no aprovecha este cuarto de hora en su rating de
popularidad para auto proclamarse el lider de la revuelta contra los
asfixiantes opresores romano y judío. Por eso, este populacho enardecido que un
día usufructuará la generosidad del Maestro, a los pocos días le volteará la
espalda y pedirá su muerte. Sí. Los mismos que gritaban ¡hosanna!, gritarán: ¡crucifíquenlo!
El jueves santo se viste de blanco. Es fiesta solemne. El recuerdo de la
última cena de Jesús con sus más cercanos discípulos y amigos, es verdad que
nos deja las profundas lecciones del mandamiento del amor, del servicio como
actitud de vida, de la institución sacramental de la Eucaristía y del sacerdocio
como ministerio eclesial que debe traslucir esas realidades. Pero es verdad
también que nos evidencia, por contraste, nuestra humana finitud y labilidad. Pedro,
el escogido como sucesor, el viejo siempre primario y efusivo, el roca firme y
base para la construcción de la Iglesia, agallinado en el momento crítico,
niega a su mentor y maestro. Judas, seducido por el afán del dinero fácil y su
propia comodidad, literalmente traicionará al amigo que confió en él. Cuando
hay que orar y velar, el resto se quedan dormidos y al momento de la captura de
su líder huyen despavoridos: no quedó bocacalle sin apóstol.
El viernes santo vuelve a vestirse de rojo. Ahora, sólo connota pasión,
tragedia, muerte, sangre derramada. Es día de luto por el inocente asesinado.
Por eso, la liturgia resulta excesivamente sobria. Altar desmantelado, sin
luces ni flores, no hay eucaristía. Solo silencio, desde el del Padre que se
calla y hace sentir a su Hijo abandonado, hasta el del resto avergonzado por el
crimen cometido. Los poderes religiosos y políticos se confabulan en torno al
enemigo común que los ha desenmascarado por su hipocresía. Los rivales se hacen
amigos de conveniencia. El sanedrín conspira, soborna, inventa causales, apela
a falsos testigos y testimonios y condena. Las feroces fieras se tiran su presa
unos a otros, hasta que va a parar frente al representante del derecho y la
ley, quien en justicia no encuentra motivo y en tres ocasiones intenta
liberarlo, pero vencido por la presión y el temor de perder su poder, se lava
las manos, libera al criminal y condena al inocente. En tanto Pedro llora su
cobardia, Judas se suicida. En el camino a la cruz emergen unos interesantes
personajes: las mujeres, las débiles, las excluidas, son las que salen a su
encuentro para expresar su solidaridad y prestar ayuda, serán las únicas
valientes hasta el cadalso. Simón de Cirene o el que da la mano, a veces
obligado, pero que alivia tan pesada carga. Los ladrones ajusticiados con dos
actitudes divergentes aún en el mismo patibulo. El centurión incrédulo que
reconoce lo que los otros no vieron. José de Arimatea que tiene el valor de
pedir el cuerpo del considerado delincuente. Los que salen dándose golpes de
pecho arrepentidos de haberse equivocado… Como ven, todo un álbum fotográfico
para detenerse en cada uno de los actores y analizar su comportamiento. Herodes, Anás y Caifás, Pilato y su esposa,
Barrabás, los ausentes apóstoles, todos tienen algo qué dejarnos como lección
de vida.
El domingo de resurrección vuelve a vestirse de blanco. Es la solemnidad
por excelencia. Su vigilia se ha celebrado con un esplendor único. Si
Jesucristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe, afirmó Pablo con toda
la razón. ¡Es la Pascua! ¿Dónde está muerte tu victoria? La Vida siempre
derrota la muerte. Es el paso triunfante del que todos dieron por derrotado y
aniquilado. Pascua nos hablará siempre de esperanza cuando nuestra desazón haya
llegado al tope. Entre los múltiples personajes en escena, casi nada para
escoger, casi todos decepcionantes, fiel retrato de lo que somos como seres
humanos: oportunistas, interesados, cobardes, perezosos, chismosos,
conspiradores, masificados, traidores, hipócritas, cómplices… es la cruda
realidad, injusta y aparentemente victoriosa, que resultará vencida a la postre
por Aquel que desde su humillación kenótica fue pertinente, absolutamente
libre, valiente, sincero, leal, directo, asertivo, diligente… La resurrección
no es la reanimación de un cadáver, sino el triunfo del bien sobre el mal, del
amor sobre el odio, de la paz sobre la guerra, de la verdad sobre la mentira,
de la honestidad sobre la corrupción.
Sin duda, un retrato lamentable de lo que somos, pero también de lo que
podemos ser si Jesús, el Cristo, más que un icónico recuerdo de antaño, es la
razón y sentido de nuestra vida presente. Esa es nuestra decisión.