Por José Alvear Sanín*
Uno de los espectáculos más tristes y
frecuentes en Colombia es el de las mujeres indígenas, descalzas y
desabrigadas, pidiendo limosna, con sus niños, en multitud de esquinas. Esa
infamia aqueja a personas que pertenecen a reducidas tribus, dotadas de abundantísima
financiación por parte del Tesoro Nacional, pero sometidas a la dictadura rapaz
de caciques inamovibles y en general vitalicios.
La más reciente e inaceptable minga tiene como único resultado
positivo el de despertar al país frente al problema antinacional y subversivo
del absurdo indigenismo que se ha montado, sobre todo a partir de la
Constitución de 1991.
En esa Carta, los numerosos y perjudiciales Artículos
sobre esa materia condenan a los indígenas a la perpetua sumisión a unas
autoridades de dudosa elección y casi de imposible cambio; y a una educación
que, so pretexto de “identidad cultural” (Artículo 68), los mantendrá en el
atraso secular. Los “Consejos indígenas”, conformados y reglamentados según
“usos y costumbres” no escritas, no codificadas, esotéricas y jamás homologadas
con la Carta, ejercen poder omnímodo sobre las comunidades.
En ellas no rigen los derechos universales ni
las libertades individuales de religión y pensamiento, la igualdad ante la ley,
la doble instancia, la ley preexistente, la definición de delitos y penas, etcétera.
Así, la Constitución del 91 excluye del derecho
y la democracia a centenares de miles de personas que, en realidad, no son
colombianos. La Carta, en vez de promoverlos hacia el progreso social, los
condena a la esclavitud tribal.
También, como si lo anterior no fuera
aberrante, el Artículo 246 atribuye a esos “consejos” funciones
jurisdiccionales de “conformidad con sus propias normas y procedimientos”. Esta
monstruosidad se mitiga diciendo que tales facultades no pueden ir contra la
Constitución…, pero como esta las reconoce, y por otro lado nadie ha leído lo
que establecen esos arcanos, esa garantía es pura palabrería.
Además de condenarlos al atraso social, el
Artículo 329 dice que la propiedad en los “resguardos es colectiva y no
enajenable”, lo que hace imposible el desarrollo económico.
Luego viene la mayor falacia, la de hacer creer
al país que esas comunidades, sumidas en el mayor atraso tecnológico, son
incomparables guardianes del medio ambiente. La realidad es que, en el pasado, una
pequeña tribu desnuda en medio de la selva, pescando y comiendo algunos
tubérculos, no podía causar daño ambiental, pero otra cosa es entregar a
algunos centenares de individuos el imposible control policial de territorios
inmensos, cuando los depredadores disponen de fuerzas paramilitares, de
guerrillas, motosierras, tecnología, de amplias redes de corrupción y de
mercados externos. Esa ingenuidad ha producido consecuencias trágicas para el
medio ambiente en Colombia y en los demás países de la Amazonia.
El número de indígenas se acerca al millón y
medio (3.5% de la población colombiana). Cerca de un millón viven en 737
resguardos, situados en 234 municipios, mientras en la Amazonia habitan 78.357 en
156 tribus.
Pero la delimitación de resguardos se ha hecho
con la mayor irresponsabilidad. Durante los gobiernos de Belisario Betancur y
Virgilio Barco, de los 41 millones de hectáreas de la Amazonia, se titularon
resguardos por 25´614.261 hectáreas para esas 156 etnias.
En ese territorio, igual en tamaño a Gran
Bretaña, vienen sucediendo todas las desgracias ecológicas, como cultivos
ilícitos, minería ilegal de oro y coltán, tala indiscriminada de bosques y
extinción de fauna. La ausencia del Estado no se corrige con la cómoda
presunción de que los indígenas cuidan su tierra con eficacia y extraordinario
celo religioso.
Y como si lo anterior fuera poco, entre 1966 y
2006 se ampliaron en el resto del país otros 650 resguardos, elevando su área
total en Colombia a 31’207.938 hectáreas, superficie similar a la de la
República Federal de Alemania.
Ahora bien, los resguardos indígenas,
convertidos en autoridades territoriales, reciben enormes participaciones del
Tesoro Nacional, que sus consejos y cabildos gastan sin verdadero control
fiscal, mientras organismos como el famoso CRIC disponen también de recursos
inmensos de origen público, que se evaporan igualmente mientras se perpetúa la
miseria de las poblaciones explotadas por los caciques.
La miopía política de pensar que se preserva el
patrimonio ecológico entregándoles el territorio a los líderes indígenas, se ha
traducido en el deterioro de unas 600.000 hectáreas de la selva amazónica,
cifra establecida por observación satelital. No olvidemos que los cultivos
emigran, y que, por tal razón, para cada nueva siembra de coca se “limpia” una
nueva área.
La liberación y la dignificación de los
indígenas debe inscribirse en el ideario político de los partidos democráticos;
y la delimitación de resguardos exige su reducción hasta áreas razonables. Los
caciques no pueden seguir siendo los dueños de
facto de la tercera parte del territorio nacional.
Nuestros pueblos ancestrales tienen el derecho
de convertirse en ciudadanos colombianos, en vez de seguir eternamente
esclavizados por “autoridades” arbitrarias y retrógradas, abiertamente enemigas
de Colombia y generalmente confabuladas con la subversión, como lo acaba de
demostrar nuevamente la minga de
marzo, verdadera asonada.
A partir del excelente artículo de Rafael Nieto
Loaiza, “Los indígenas pretenden
gobernarnos”, del 24 de marzo pasado, una apreciable cantidad de denuncias
públicas, por fin se atreven a atacar el mito indigenista, que tanto daño hace
a los aborígenes como a los demás colombianos. No solamente la superficie real
del país se ha reducido en más de 300.000 Km2, por obra y gracia de
las peores sociologías y antropologías, sino que varios billones de pesos han
pasado por las manos de los caciques sin mejorar para nada la suerte de sus
comunidades.
A esas sedicentes autoridades hay que
auditarlas: ni un peso más para ellas. La inversión en esos territorios tiene
que ejecutarse por el gobierno nacional directamente, y los defraudadores y los
violentos deben ser judicializados ante los jueces y no ante “las comunidades”,
mediante procedimientos “ancestrales”.
Nota: Este
artículo se basa en una conferencia del autor, dictada el 12 de mayo de 2016 en
la Universidad Central de Bogotá.