jueves, 27 de noviembre de 2025

Mi diario es una canción

Fredy Angarita
Fredy Angarita

En mi casa, la música no se escuchaba… se vivía.

Desde muy niño supe que los recuerdos no solo se guardan en fotos, también en melodías. Cada canción tenía una historia, un rostro, un olor, y con el tiempo entendí que mi familia no hablaba del pasado con fechas, lo hacía con letras de canciones.

Crecí en Aranjuez, barrio del nororiente de Medellín. Nuestra casa quedaba cerca de la iglesia de San Isidro Labrador (calle 95 N51b). No era casualidad. Mi abuela, que venía de Frontino, decía que vivir cerca de una iglesia era su forma de estar cerca de Dios. De hecho, ella ayudó a construir la parroquia de Santa Cruz, en otro barrio donde vivió cuando llegó a Medellín. Vendiendo empanadas y organizando bazares, levantó muros y tejió comunidad.

Vivíamos con una tía –hermana de mi papá–, una mujer que muchos buscaban, no solo por cariño, sino porque siempre tenía un plato caliente y una cama lista. Ella decía que había vivido con más de cien personas, y aunque sonaba a exageración, uno le creía. En esa casa conocí la familia de sangre y la otra: la que la vida te pone en el camino y te enseña a querer.

El día empezaba a las 4:00 a. m. con el rosario sonando en la radio; si no me falla la memoria la emisora era Radio Minuto de Dios 1230 kHz AM, al terminar se cambiaba al dial 1140 kHz AM, Radio Cristal, con el tiempo se llamó Radio Paisa, y de inmediato venía la música. Ese era el ritmo de nuestra casa, y así, sin darme cuenta, la música se convirtió en mi primer diario.

Una de las canciones que más recuerdo es "¿Por qué no te vas?", de Los Caminantes. Mi tía me contaba que su esposo se la dedicaba. Un día ella se fue de verdad, y aunque regresó, ella nunca volvió a ser la misma. Yo era un niño, pero cuando ella hablaba de eso, el silencio se llenaba con esa canción.

Recuerdo también a un tío que llegó un domingo con un vinilo en la mano, lo había comprado en un bar, convencido de que no podía dejarlo ir. Era un disco de 45 RPM. Por un lado, sonaba "Lejanía" de Lucho Bowen, y por el otro, "Hojas secas". Ese fin de semana, Lucho Bowen fue parte de la familia.

Otro tío tenía su ritual. Cuando empezaba a sonar "Corazón agonizante", del Dueto Armonía Cantinera, golpeaba la mesa como si tocara la canción con los dedos. Luego, levantaba la cabeza y gritaba: "¿Quién es?" Como si le hablara a la vida; a esa le seguían otras: "Humo y licor", "Amanecí bebiendo" o "Que Dios te lo pague" de los Pamperos. Canciones que olían a madrugada y a café recalentado.

Mi tía tenía su favorita: "Cual ave triste", de Alma Antioqueñaapenas sonaban los primeros acordes soltaba una frase que todavía me acompaña: "Esa canción la escucho desde que era niña…"

Mi papá no vivía con nosotros todo el tiempo. Trabajaba lejos y venía cada quince días, Cuando llegaba, abría la puerta con una sonrisa y decía: "A ustedes les gusta la guasca, pero escuchen esto…", y ponía tangos y boleros, Los Trovadores del Cuyo o El Conjunto América.

A veces, el acompañamiento de esas tardes no era licor, sino café caliente. El sonido de fondo no era televisión, era el parqués de vidrio sobre la mesa, con los dados rodando y las carcajadas estallando. “¡A la cárcel!”, “¡lo soplaron!”, y la música seguía sonando. Siempre.

Un día llegó a casa un CD con un título que no he podido olvidar: "26 pasillos cantineros". Una joya. Cada canción era un miembro de la familia, una anécdota, una cicatriz. Ese fue mi primer diario musical.

Otro día, alguien trajo una “tripleta” –como llamaban a esos discos de tres CD– y descubrí el Dueto de Antaño. Ahí escuché por primera vez "El profesor de canto". Mi tía me miró con esa ternura que solo los que han vivido mucho pueden regalar, y me dijo:

"A cantar a una niña, yo le enseñaba…" Desde entonces, esa canción es mi despertador. Y aunque ella ya no está, cada mañana, al escucharla, le respondo en silencio: ¿Y por qué no saldrán estrellas también de día?"

Hoy, muchos de ellos ya no están, pero siguen aquí. Viven en cada canción. En cada nota. En cada rincón de mi memoria. Cuando suenan esas melodías, vuelvo a la sala de mi infancia, vuelvo a ver los rostros, a escuchar las risas, a sentir los abrazos. La música fue el lenguaje secreto de mi familia, y yo heredé ese diario que no se escribe, sino que se escucha.

Por eso hoy escribo esto, porque cuando alguien me pregunta por mi infancia, no les muestro fotos, les pongo una canción.