Luis Alfonso García Carmona
Buscar la cura de
un enfermo simplemente mediante el tratamiento de sus síntomas, sin investigar
previamente las causas de sus dolencias, no deja de ser un despropósito inútil
y sin sentido.
Asimismo, pretender
que un país que atraviesa una crisis integral –material y moral–, solucione su
lamentable coyuntura a través de paños de agua tibia, de discusiones baladíes
sobre candidaturas y jugarretas electorales o de una actitud indiferente de las
mayorías, configura un suicidio colectivo.
Es exactamente a lo
que nos enfrentamos, en medio de la irresponsabilidad de la clase dirigente, el
desbordado egoísmo de la gran mayoría de aspirantes a la Presidencia en el
próximo período y la confusión reinante entre los potenciales electores.
Aplicando nuestra
propia fórmula, debemos concluir que el origen de nuestra tragedia no es la
candidatura del guerrillero-presidente: que el recrudecimiento de la corrupción
no se debe solamente a la designación de individuos deshonestos en posiciones
claves del Estado; que la inseguridad que afronta la población no es causada
exclusivamente por la disminución del pie de fuerza de los agentes del orden, y
así sucesivamente en otros sectores de la gestión pública. No. La fiebre no
está en las sábanas.
Las
instituciones, buenas o malas, están regidas por seres humanos, y son estos los responsables de la actividad institucional. Gozan
temporalmente del mandato que les confirió la democracia para que administren
los recursos públicos.
Tienen los
designados el libre albedrío para ejercer su cargo con arreglo a la
normatividad vigente y a las necesidades de la población o, en su defecto,
utilizarlos para su beneficio personal o el de sus familiares, amigos y la
camarilla política que los llevó al poder.
Ahí está la
cuestión fundamental que no debemos pasar por alto. La desviación en el
ejercicio del poder público está originada en los valores que priman en la
sociedad y se manifiestan en la conducta social o antisocial de los
gobernantes.
Nos hemos
conformado durante varias décadas con mantener unas instituciones formalmente
democráticas, pero sustentadas en execrables prácticas como la compra de
votos, el “clientelismo” en la provisión de los cargos públicos, los auxilios
parlamentarios, rebautizados como “cupos indicativos” y toda clase de artimañas
apara entrar a saco en los presupuestos públicos. Pero, eso sí, manteniendo el
apego a unas inoperantes estructuras democráticas incapaces de conjurar el
avance de la izquierda radical en Colombia.
Perdida la guerra
frente a una tenaz acción de las fuerzas militares y de policía, especialmente
bajo el régimen de la Seguridad Democrática que encabezó el doctor Álvaro
Uribe Vélez, las guerrillas narcoterroristas dedicaron parte de su lucha a
infiltrar los distintos estamentos de nuestra sociedad con su macabra ideología
totalitaria basada en el odio de clases y en la destrucción de la
civilización occidental.
Por miopía
política, por temor a ser señalados como “fascistas” , o simplemente por
soterrada claudicación, aprobó nuestra incompetente clase política la entrega
del país al comunismo narcoterrorista en el Acuerdo de La Habana, punto de
inflexión que precipitó la llegada del gobierno socialista del camarada
presidente al poder ejecutivo.
Preguntémonos: ¿cuáles
fueron las causas reales de esta catástrofe política?
La ausencia de
valores en nuestra sociedad, influenciada por la violencia partidista, la
tolerancia con la invasión cultural de la extrema izquierda, el adoctrinamiento
de la juventud en las aulas, la persecución al núcleo familiar tradicional, la
codicia por mantener acceso a las mieles del presupuesto y la falta de ética en
el manejo de la cosa pública.
¿Cuáles son estos valores
que hemos perdido?
La
honestidad, que comienza por ser honestos con uno mismo y se
expresa mediante la verdad, es decir, con coherencia entre lo que se
dice y aquello que se piensa, se siente o se hace. La antítesis de esta virtud
la exhibe sin sonrojarse el régimen actual que a diario miente a propios y
extraños sobre todas las materias, aún a costa de convertirse en el hazmerreír
mundial.
La
solidaridad, que nos impulsa a entender el mandato divino de amar
al prójimo, entendiendo sus necesidades, colocándose en el lugar de los más
vulnerables y ayudándolos en la medida de nuestras capacidades.
El
respeto por la vida, que es el bien más preciado de todo
ser humano. No podemos transigir con la violencia narcoterrorista que
condena a muchos compatriotas a morir por la ambición de los explotadores de la
coca o por la acción depredadora de quienes buscan convertir a Colombia por la
fuerza en un paraíso comunista. Tampoco podemos permanecer impávidos
ante el asesinato de miles de seres en los vientres maternos, o de los menores
que mueren por desnutrición mientras el Estado gasta recursos en politiquería o
en proyectos inútiles, y derrocha recursos para favorecer a los corruptos.
La
responsabilidad, que nos enseña el resultado de la autodisciplina,
del correcto ejercicio de nuestras actividades para lograr nuestra superación y
la posibilidad de ayudar a los demás. Va en contra de la actitud de quienes
creen haber nacido con derecho a todo sin hacer esfuerzos para lograrlo. El
ejemplo de muchos políticos que buscan el enriquecimiento fácil los alienta a
seguir su pésimo ejemplo.
La
justicia, que nos impone el deber de respetar los derechos de los
demás y de velar porque cada uno reciba lo que merezca por sus actuaciones.
Lastimosamente, nos hemos acostumbrado a una justicia ineficaz y extemporánea
que estimula el ejercicio de la justicia por mano propia y dispara la impunidad
y las tasas de criminalidad.
El
respeto por la dignidad de la persona humana, que
implica que tanto el Estado como los particulares respeten las libertades y
derechos de cada uno.
El
respeto a la familia, núcleo de la sociedad,
cuya existencia está por encima del Estado, quien está obligado a protegerla.
Se ha llegado a tal desconocimiento de este valor universal, que hasta el
ministro de salud del régimen se atrevió a manifestar públicamente que los
hijos pertenecen al Estado, arrebatando así la patria potestad a sus
progenitores.
En su estudio sobre
el psicoanálisis y el capitalismo titulado “Eros y civilización”, afirma
rotundamente Herbert Marcuse, filósofo de origen alemán, que las perversiones
juegan un rol central, pues expresan “la rebelión contra la subyugación de
la sexualidad al orden de la procreación y contra las instituciones que
garantizan ese orden”. Así lo ha entendido y practicado la izquierda
radical, mediante el patrocinio de la ideología de género, el cambio
de sexo desde la minoría de edad, el aborto que asesina millones de
seres vulnerables en el mundo, y otras “perversiones” que puedan destruir la
institución de la familia.
Finalmente, el
patriotismo es un valor perdido que conviene destacar pues el
desconocimiento de nuestra historia, nuestra indiferencia por los símbolos
patrios y por los héroes que a diario ofrecen su vida y su integridad para
mantener nuestra libertad, nuestra soberanía y la convivencia en el territorio
nacional, acarrea un alejamiento de nuestros deberes ciudadanos y una
inexplicable apatía por la suerte de la patria, ahora amenazada por el mayor de
todos los peligros en su vida republicana.
