Me quedé pensando en lo mucho que opinamos sobre la vida de
los demás. Decimos a modo de consejos –o eso creemos–, frases como: “usted
sí es bobo”, “yo haría esto”, “no sufra por eso”, “¿va a
dejar de comer por alguien?” o “que la gente diga lo que quiera…”.
Hay una infinidad de expresiones que usamos creyendo que ayudamos.
En muchas oportunidades, cuando voy a ciertas conferencias,
por la premura del tiempo, normalmente no encuentro espacio y me toca estar de
espaldas al orador. Me siento en el mismo lugar y desde allí lo veo bien, lo
escucho perfecto, logra captar mi atención. Recientemente logré llegar temprano
y decidí sentarme justo al frente, en una posición donde solo nos separaba un
pequeño muro intermedio, y todo cambió. No lo escuchaba bien, la silla era
incómoda y no veía con claridad su presentación. Era el mismo espacio, la misma
persona… pero desde una perspectiva completamente distinta. Solo ese muro nos
separaba y todo se alteró.
Surgió una duda: si un simple muro cambia la manera en que
entendemos a alguien… ¿por qué con nuestros comentarios nos convertimos en
muros, en una vida entera de distancia? ¿Qué estamos haciendo al opinar tan
fácil sobre lo que viven los otros? ¿Quién nos nombró jueces, consejeros o
solucionadores?
Puede que uno hable desde la “neutralidad”, pero muchas
veces lo que damos no es compañía, sino un juicio disfrazado. La verdad
es que, en muchas ocasiones, cuando alguien nos cuenta algo, no busca una
opinión. Solo quiere ser escuchado, desahogarse, sentirse acompañado.
La vida –tu vida– no es un debate público, ni un caso de
estudio como la política. Es única, es tuya.
Por eso, míralo bien antes de hablar, antes de aconsejar,
opinar o juzgar. Pregúntate: ¿estoy para escuchar o para corregir? Y si vas a
contarle tu vida a alguien, pregúntate también: ¿quiero ser escuchado o quiero
ser criticado?
 

