José Leonardo Rincón, S. J.
De
niño me parecía genial la vida de esos profesionales adultos que viajaban con
frecuencia, que madrugaban a una ciudad y volvían en la noche después de
intensas horas de trabajo, que se la pasaban de aeropuerto en aeropuerto
montados en un avión, ligeros de equipaje, con su maletín de negocios, todos
con andar solemne y circunspecto.
Ya
jesuita, en cambio, entre serio y en chiste, escuchaba decir que Fernando
Londoño, exprovincial, afirmaba: “Pero ¿por qué envidian a los que viajan si
eso es algo muy duro?… ustedes no saben lo duro que es tener que madrugar a un
aeropuerto, hacer filas para el chequeo, cargar pesadas maletas, tener que
pasar horas en una sala de espera porque el vuelo se retrasó, dormir mal en un
avión sentados en estrechas sillas, cambiar de horarios y descuadrarse en el
sueño, soportar el jet-lag… en fin… la vida del viajero es muy dura!” Y
todo eso me parecía tan exótico como lo que pensaba de niño.
Pues
la hora del karma llegó. En algunas de las misiones que he asumido, por oficio
he tenido que viajar. ¡Qué cuentos ni que ocho cuartos eso de que la vida de
los viajeros era envidiable! Fernando tenía razón: la vida del viajero es dura.
Lo de las madrugadas es de lo más harto que hay: ¿quién dijo que es normal
tener que viajar a la una de la mañana y adrede y conscientemente pasar de
largo toda la noche o tener que estar en el aeropuerto a las 4.30 a. m.?, ¿a
alguien le parece cómodo, en un estado deplorable de trasnocho y en ayunas,
tener que hacer cola para entregar una maleta?, ¿resulta muy ameno entrar a
hacer el checkin y encontrar un letrero diciendo que el vuelo ha sido
cancelado o modificado en su horario?, ¿qué de agradable tiene eso de sentarse
en una sala de espera por dos horas y de pronto llegar un funcionario de la
aerolínea a decirle que la maleta de mano está muy grande y que tiene que
echarla a la bodega o pagar por guardarla?
Y
cuando ya se está abordo ¿encuentran relajante tener que sentarse en una silla
donde uno no se puede estirar porque lo obligan a poner debajo del asiento el
bolso de mano y si el pasajero de adelante le da por reclinar su silla queda
uno literalmente embutido?, ¿que pase todo el vuelo sin pasar un vaso de agua
porque si lo quiere hay que pagar seis dólares porque es agua recogida en los
manantiales divinos?, ¿o que, preciso, le tocó al lado una señora con su bebé
en brazos llorando todo el viaje o el niño travieso que salta brinca y no le
funciona la ritalina para aplacarlo o la mascota divina que ladra, husmea y
ahora tiene (ella sí) tratamiento de primera clase? ¿o que cuando ya esté medio
dormido lo despierten porque el pasajero de la ventanilla va a ir al baño y se
tiene que levantarse toda la fila?, y ¿que cuando concluya el calvario y listos
para culminarlo frente a la cinta donde se recoge el equipaje resulta que su
maleta llegó medio rota como si hubiera pasado un tanque de guerra por encima o
que no le llegó y que después de un trámite engorroso haya que esperar al otro
día para recogerla o que se la lleven a casa y con su jet lag le toque
salir a comprar lo básico para poder sobrevivir?
Claro,
esta podría ser la historia de Pedro el de malas o sencillamente que Fernando
tenía toda la razón… viajar es muy duro.
Y
lo sostengo, viajar es muy duro… pero cuando ya se encuentra uno en su destino…
sea el que sea, el de su propia casa, sea el de vacaciones frente al mar, en
Caño Cristales, la Muralla China o Dubai, el que sea, la sensación es otra, esa
sí placentera y satisfactoria, que hay que disfrutar mientras dure, porque ya
recargadas las baterías y bien relajado y descansado, no se preocupe… le espera
la segunda parte de la historia: hay que volver a viajar, una historia
recargada y mejorada, a punto de que cuando toda ella concluye, va a quedar
usted de catre, con la sensación de que necesita unos días de descanso… y así
acaecerá el eterno retorno… el karma llevado a su máxima expresión… porque viajar
es un placer… ¡placer estresante! Jajaja.
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