Fredy Angarita
Hace unos días emprendí un viaje a Machu Picchu.
Tomé, lleno de expectativa en el corazón, el tren de
Perurail, ese que te lleva hasta Aguas Calientes. Cuando encontré mi asiento,
descubrí algo curioso: estaba de espaldas al recorrido.
Al principio pensé que era un error. Uno suele querer ir de
frente, viendo lo que se viene, pero a medida que avanzaba el tren, empecé a
descubrir algo que me marcó: el mundo visto de espaldas también es hermoso.
Crecí con una frase que se repetía como burla o
resignación: "Para atrás ni para coger impulso", pero en ese
vagón descubrí que a veces ir hacia atrás es también otra forma de mirar. Veía
montañas, pueblos, árboles, aves... todo pasaba, con esa belleza que uno no
espera cuando no lleva el control del camino.
Claro, me perdía algunas señales: los avisos de “pare”,
“peligro”, “vía de tren”, “animales en la vía”, esos que solo leen los que
miran de frente. Y eso me hizo pensar: ¿será que podemos vivir la vida así, de
espaldas, sin leer todas las advertencias?
No hablo de irresponsabilidad ni de ignorancia frente a la
sociedad —eso es otra cosa—. Uno no puede darle la espalda a todo: a la
política, a la injusticia, al dolor de los otros. Pero hay momentos en los que
vivir sin tanto cálculo, sin leer cada señal, también es una forma de resistir.
En el vagón, mucha gente dormía, otros hablaban en voz
baja, otros se perdían en sus pantallas. Pero también había los observadores de
aves, iban atentos, con binoculares en mano, esperando que el guía les mostrara
algún pájaro, una especie rara. Me pregunté, mientras miraba por la ventana.
¿por qué buscamos belleza, cuando todo lo que nos rodea ya lo es?
El tren avanzaba entre montañas imponentes, cruzando
pueblos con nombres que no podía pronunciar a la primera: Ollantaytambo, Poroy,
Urubamba... Al pasar por uno de ellos, vi una iglesia que me sacó una risa: “Iglesia
Bautista de Antioquia” —no sabía que mi tierra tenía sede internacional—.
Perú sorprendió por su gente, su amor profundo por las
raíces, por los Incas, por los bailes, por los trajes. En el tren, los
trabajadores nos ofrecieron una muestra cultural: música, danzas, trajes
típicos. Nos recordaron que Inca solo hay uno, pero cultura hay para repartir.
Por la ventana también vi muchos perros
callejeros. No sé si es falta de control o reflejo de abandono. Pero
sí sé que ver tantos en el camino te deja una sensación rara en el pecho, una
mezcla de compasión y tristeza.
Los rostros en el tren eran un paisaje en sí mismos: viejos
contentos, otros cansados, los nostálgicos, los que hacen fila y los que se
meten, los amables, los tímidos... Cada vagón es como la vida misma: uno nunca
sabe con quién le va a tocar viajar.
Mientras el tren seguía su curso, recordé a Schopenhauer. Ese
viejo cascarrabias que veía la vida como un viaje impulsado por una voluntad
ciega, sin destino final, solo soportable a través del arte o del abandono del
deseo. Pensé en eso mientras veía el paisaje desaparecer detrás de mí, tal vez
tenía razón. La vida es una sucesión de estaciones donde solo el presente
importa.
La fe también estaba en ese tren. En los collares, en las
manos que se persignaban, en las iglesias pequeñas al borde del camino, pero
como la vía es una sola, la fe solo se ve por un lado del tren, para que el
otro lado la mire, hay que esperar el regreso.
La belleza, esa palabra tan
manoseada, también iba en el vagón. como decía don Quijote: "Sancho, no
culpes a mis ojos, ellos solo ven la realidad, no la crean."
Cada uno ve lo que puede, lo que quiere, lo que está
preparado para mirar. No deberíamos juzgar a quienes observan otros paisajes
mientras nosotros estamos atentos a los nuestros.
Y así, entre risas, silencios, aves, bailes y pensamientos,
llegamos al final del trayecto, como en la vida, uno se monta en una estación y
se baja en otra. La diferencia es que en la vida no sabemos cuál es el nombre
ni cuánto falta para bajarnos.
Lo único cierto es que, a veces, ver la vida de espaldas
también puede ser una revelación.
