José Leonardo Rincón Contreras, S. J.
Así se llamaba el joven
sacerdote italiano de 35 años que hace unos días decidió quitarse la vida,
suscitando con ello un sentimiento generalizado de sorpresa y consternación. No
es común saber que alguien del mundo clerical opte por el suicidio, pero la
realidad, para sorpresa de muchos, comenzando por el suscrito, es que son
numerosos los casos en el mundo, solo que poco o nada se sabe de ellos porque o
no se comenta. Frente a este tipo de decesos siempre hay discreción y misterio.
La diócesis de Novara a
la cual pertenecía decidió contar claramente lo sucedido y expresar con un
comprensivo mensaje que hay un "misterio impenetrable en el alma
humana" que hace que no se descubran los motivos que lo llevaron a tal
decisión. En efecto, Matteo era querido por gente y su jovial carácter nada
haría sospechar que pudiese estar atravesando por situaciones difíciles en su
vida. Este fenómeno suele darse con frecuencia y de ahí el impacto emocional
que genera.
La Iglesia ha
evolucionado en la comprensión del asunto. En el pasado, los suicidas no tenían
derecho a ceremonia religiosa de exequias y eran sepultados fuera del
cementerio. Se suponía que sus almas irían al infierno. Hoy, las cosas son
distintas y una actitud de misericordia prevalece. Quien toma tan dolorosa
alternativa, en realidad no ha estado bien y aunque las engañosas apariencias
muestren que sí lo estaba, ese impenetrable misterio seguramente evidenciaría
que había intensas convulsiones interiores. Por eso resulta tan sugestiva la
historia de dos ángeles que no se ponen de acuerdo sobre si las almas de los
suicidas van o no al infierno hasta que van donde el Padre eterno para que les
defina y les concluye: "esa alma no va al infierno, viene del
infierno".
Todavía, en el
imaginario popular, los sacerdotes, hombres escogidos por Dios, son seres
superiores al común de los mortales. Nada más equivocado: somos seres humanos,
absolutamente humanos, frágiles como cualquier otro, falibles e imperfectos,
pecadores y limitados. Tanto, que por eso se da lo que se da. Y esos reveses o
errores golpean ese idealizado perfil que se tiene, porque se supone que, si no
son santos, poco les falta. No es cierto, así sea cierto también que todos estamos
llamados a la santidad.
La dolorosa por no decir
traumática noticia ha tenido un componente positivo. Más allá de la puntual
solidaridad con el caso de Matteo, se ha generado una invitación a adoptar
espiritualmente un sacerdote para orar por él. También a hacer menos dura sus soledades
mediante la cercanía y el afecto, el diálogo profundo que ayuda a liberar
estreses y tensiones. Es verdad que la vocación sacerdotal se concibe como una
entrega total hacia los demás, pero también es verdad que hay que cuidarse a sí
mismos. Que el agobiante trabajo no seque la vida espiritual. Que ese exceso de
labores no desemboque en la tediosa rutina y el desencanto. Las amistades
leales y sinceras son auténticas bendiciones de Dios, lo digo por experiencia
propia. Contar con un acompañamiento psicológico y espiritual ayuda a hacer
catarsis, drenar las cargas interiores que saturan y enferman.
En una sociedad que
supuestamente lo tiene todo y cacarea felicidades por doquier, deambula el
vacío existencial y el sin sentido. Hay que estar atentos. El fenómeno sigue y
las estadísticas crecen en todas las edades. Una auténtica tragedia existencial
social de la cual no estamos exentos. Por eso hago también una invitación a
quienes han sufrido este duro golpe en sus vidas para que no se culpabilicen, lacerándose
sobre su posible cuota de responsabilidad en tan dolorosa decisión. Recuerden por
favor que sólo Dios en su misericordia sabe de ese misterio que para el resto
de nosotros es impenetrable e incomprensible. Descansa en paz, Matteo.