José Leonardo Rincón, S. J.
Aunque este fenómeno
social ha existido siempre y se le ha denominado de múltiples formas, otras
como levantamiento, sublevación, estallido social y hasta revolución, lo que
encierra de fondo siempre, en todos los casos, es descontento, insatisfacción,
hartazgo respecto de un régimen, de un Gobierno en cualquiera de sus formas, de
una autoridad que no ha hecho las cosas bien, en fin... de una gota que rebosó
la copa y que ya no aguanta más.
Es un legítimo derecho que
todos sentimos y decimos tener, al que podemos acudir en un momento dado si así
lo queremos, pero que es mirado con suspicacia y recelo por quien está de turno
en el poder. La Revolución de Octubre que derrocó al zar de Rusia, ya instalada
en el poder, reprimió y persiguió a quienes quisieron cuestionarla. La
revolución cubana sacó a Batista, pero luego el régimen castrista hasta hoy no
permite alternativas. La revolución sandinista que expulsó a Somoza, en
Nicaragua, hoy no tolera que alguien piense distinto. La revolución bolivariana
de Chávez, con su flamante sucesor, desconoce y denigra de la oposición. Pero
esa misma actitud opresora la han tenido emperadores, reyes, presidentes y
dictadores, en todas las latitudes del mundo, llámese Nerón o Calígula, Sha de
Irán o Hussein de Irak, Hitler, Mussolini o Franco. Sea de derecha o izquierda,
capitalista salvaje y fascista o comunista trasnochado, el común denominador es
que, una vez tomado el poder e instalado en el mismo, no hay que soltarlo. El
asunto es ese: hambre de poder, envidia de no tenerlo.
Y por supuesto, en
cualquiera de los casos anteriores, más exactamente, en todos los casos
anteriores, el que siempre paga el pato, el que siempre lleva del bulto, el que
por pura coincidencia siempre pierde, es el pueblo, esa masa informe, esa
plebe, esas mayorías sin rostros definidos, esas multitudes que todo régimen
vela porque se mantengan ignorantes, carentes de formación política y de
conciencia crítica, para poder seguir siendo sujetos de opresión, explotación,
avasallamiento y humillación. Son los perdedores de la historia, títeres de
caudillos que los manipulan a su antojo según conveniencias, según coyunturas,
según intereses, es claro, los de ellos por supuesto, no los del pueblo.
Entonces hay que protestar. Esa vez contra uno, esta vez contra otro, hoy contra este, mañana contra aquel. Igual, las cosas no cambian. Las promesas defraudan. El statu quo se mantiene. El establecimiento permanece. La obra de teatro es perfecta: los actores protagonistas son unos pocos frente a un numeroso público espectador pasivo que poco o nada habla. Hay que protestar a ver si algún día nos toca el turno del poder para que una vez lo tengamos ya no queramos bajarnos del mismo y no aceptar, de ninguna manera que nos protesten pues eso lo hemos alcanzado con mucho esfuerzo y esos inconformes no se imaginen lo deliciosas que son sus mieles. Eso es lo malo del poder: no estar en él. Un tal Jesús, por allá, hace siglos, dijo que el poder era para servir, no para tiranizar... pero lo mataron por estorboso y subversivo. ¿Cuándo podemos pensar y actuar distinto?