José Leonardo Rincón, S. J.
En este desarrollo
posmoderno, por cierto, fragmentario, individualista, neoconservador,
consumista, deconstructor, donde la conciencia histórica se revalúa y la razón
se cuestiona, no sorprende que reaparezca un fenómeno del siglo VIII que
buscaba destruir las imágenes religiosas y políticas y que se conoció como la
iconoclasia. En realidad, siempre ha existido y se alborota por épocas.
Nacido yo en plena bisagra
histórica no es de extrañar que todavía tenga respeto por la tradición y la
memoria de aquellos, ellos y ellas, que históricamente descollaron por algo y
en su momento se les brindó reconocimiento. Por eso, no es fácil aceptar que,
en mi concepto, un desadaptado rasgue, mutile, rompa, derribe, queme, un
cuadro, una imagen, una estatua. Y no porque quiera yo rendir culto a una
imagen. No. Con esto tampoco estaría de acuerdo, sino porque a través de una
expresión artística se rinde tributo a alguien que se lo merece.
Destruir un Moisés, un
David, una Pietá, una Sixtina y estoy citando solo imágenes de contenido
religioso, pero también figuras de carácter histórico y político, las estatuas
de un conquistador, los reyes católicos o una figura política reciente ya de
derecha, ya de izquierda, pero que dejaron huella, confieso que me impresiona,
me espanta, me produce rechazo. Algunas las han escondido para que no las
vandalicen. Eso que pasó con la estatua de Luis Carlos Galán, inaceptable, pues
supimos quién fue, el país que soñó y porqué causa ofrendó su vida. Y es ahí
donde uno también entiende el reciente conflicto con los grafitis de "las
cuchas tenían la razón" porque encierran un homenaje a víctimas
inocentes de una guerra absurda que aún no concluye. Y no es porque se rinda
culto a un pedazo de bronce o a una pintura callejera, es porque la memoria es
importante, se respeta.
Claro, entiende uno
también, cuando no se ha estado de acuerdo con sus posturas ideológicas, su
actuar político, no fácilmente aceptaría esos homenajes. Una mayoría, creo yo,
no toleraría un monumento a Hitler, Stalin, Mao o Pablo Escobar, pero hay
quienes lo hacen. Cuando vimos tirar al suelo estatuas de Sadam Husein o de
Chávez, quizás la cosa no dolió.
Las imágenes, hay que
decirlo, son íconos, representaciones. No se les rinde culto como objetos
materiales. Evocan personas, causas. Ayudan a conservar la memoria, a combatir
la amnesia, particularmente de aquellos que se creen los nuevos adanes, los
nuevos mesías de los que hablábamos hace ocho días. Destruirlas es fácil,
buscan hacer borrón histórico. Pero la verdad, esa verdad que también la
posmodernidad cuestiona, la verdad está ahí, gústenos o no. A veces grata, a
veces dolorosa, pero real, contundente. A veces para inspirar como ejemplo, a
veces para suscitar la conciencia de rechazo y no repetición.
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