José Alvear Sanín
En las últimas semanas he tenido el privilegio
de conversar varias veces con uno de los pocos personajes clarividentes en la
política colombiana, alguien que ocupó cargos de fundamental importancia en
empresas del Estado, en el servicio exterior, y tanto en la dirigencia política
como en la logística comicial. En los últimos años, con su amplia formación
como abogado, economista agrario y empresario, escribe, denuncia y defiende la
democracia amenazada, sin consideraciones de figuración personal.
No me corresponde citar aquí su nombre, pero
debo manifestar que mi última conversación con él me ilumina sobre la verdadera
dimensión de los problemas que nos aquejan y que, por ser ignorados, no
inquietan, ni interesan al estamento llamado a corregirlos, la clase política.
Esos males —estructurales sin duda—, superan el
enfrentamiento entre derechas e izquierdas, porque se refieren al concepto
mismo de patria.
Siguiendo el razonamiento de mi interlocutor,
no queda duda de que el peor problema del país es la desnutrición infantil. Se
calcula en más de millón y medio el número de niños afectados por el hambre.
Quienes no han tenido la alimentación adecuada en los primeros meses (y también
en sus primeros años), nunca desarrollarán plenamente su cerebro y serán
incapaces de aprender. Llegarán a la adolescencia sin criterio y estarán
condenados a una vida mediocre y marginada.
Se pregunta entonces cómo podrá cambiar
Colombia, en la edad del conocimiento, la ciencia y la tecnología, con un
personal humano disminuido, condenado a los oficios más humildes, aquí o en el
exterior.
Como anillo al dedo, otro buen amigo me
recuerda, citando a Beatriz Londoño, directora en 2004 del ICBF, que, ni con la
intervención de un millón de dólares, un niño de 3 a 5 años se recupera de la
desnutrición fetal ni de la subsiguiente.
Esta denuncia condujo a la expedición de una ley, propuesta por Jaime
Restrepo Cuartas en 2006, para garantizar el plan de alimentación de la madre
gestante y de los niños, hasta los 5 años, jamás cumplida durante los gobiernos
subsecuentes, que dedicaron todo su interés a la “negociación” con los grupos
criminales, cuya acción ha hecho imposible el progreso que permite cambiar las
condiciones de vida.
Desde luego —acoto—, no tiene perdón un Estado
capaz de girar 9, 10 billones anuales para los terroristas, y billón y medio
para los mamos y caciques, que los evaporan, mientras las indiecitas y sus
niños mendigan en las aceras de todo el país.
Volviendo a los temas de la conversación que
evoco, llegamos fatalmente al del modelo político y económico requerido para
eliminar el hambre y potenciar el desarrollo intelectual y físico de nuestro
pueblo.
Obviamente, el modelo de decrecimiento
económico, la destrucción del modelo minero-energético y la sustitución de sus
exportaciones por la de estupefacientes, no pueden conducir a situación
diferente a la venezolana, donde la miseria comunista hace imposible mejorar la
nutrición y saciar el hambre, cosa que hay que afirmar ahora con la mayor
energía, frente a la amenaza de la jurisdicción agraria, que no es otra
cosa que el inicio de la reforma rural, improductiva y destructiva, propia de
los modelos leninistas.
Ahora bien, no podemos engañarnos: la mutación
de nuestro comercio exterior y de nuestra economía obedecen a deliberadas
políticas prioritarias del actual Gobierno.
Sigue la conversación, con el recuerdo de
vuelos de nuestro personaje sobre el sur del país, donde ha contemplado un mar
de coca, lo que lo lleva a calcular que ya debemos haber pasado de las 400.000
Has.
Y termina la conversación con una observación
aterradora: ¡Según evaluaciones recientes, cerca de la mitad de los niños de
las escuelas primarias en Bogotá no conocen a sus padres biológicos!, lo que
nos obliga a meditar sobre la ausencia de bases para edificar el gran país que
hubiéramos podido ser.