miércoles, 6 de noviembre de 2024

Una conversación sobre los peores males de Colombia

José Alvear Sanín
José Alvear Sanín

En las últimas semanas he tenido el privilegio de conversar varias veces con uno de los pocos personajes clarividentes en la política colombiana, alguien que ocupó cargos de fundamental importancia en empresas del Estado, en el servicio exterior, y tanto en la dirigencia política como en la logística comicial. En los últimos años, con su amplia formación como abogado, economista agrario y empresario, escribe, denuncia y defiende la democracia amenazada, sin consideraciones de figuración personal.

No me corresponde citar aquí su nombre, pero debo manifestar que mi última conversación con él me ilumina sobre la verdadera dimensión de los problemas que nos aquejan y que, por ser ignorados, no inquietan, ni interesan al estamento llamado a corregirlos, la clase política.

Esos males —estructurales sin duda—, superan el enfrentamiento entre derechas e izquierdas, porque se refieren al concepto mismo de patria.

Siguiendo el razonamiento de mi interlocutor, no queda duda de que el peor problema del país es la desnutrición infantil. Se calcula en más de millón y medio el número de niños afectados por el hambre. Quienes no han tenido la alimentación adecuada en los primeros meses (y también en sus primeros años), nunca desarrollarán plenamente su cerebro y serán incapaces de aprender. Llegarán a la adolescencia sin criterio y estarán condenados a una vida mediocre y marginada.

Se pregunta entonces cómo podrá cambiar Colombia, en la edad del conocimiento, la ciencia y la tecnología, con un personal humano disminuido, condenado a los oficios más humildes, aquí o en el exterior.

Como anillo al dedo, otro buen amigo me recuerda, citando a Beatriz Londoño, directora en 2004 del ICBF, que, ni con la intervención de un millón de dólares, un niño de 3 a 5 años se recupera de la desnutrición fetal ni de la subsiguiente.  Esta denuncia condujo a la expedición de una ley, propuesta por Jaime Restrepo Cuartas en 2006, para garantizar el plan de alimentación de la madre gestante y de los niños, hasta los 5 años, jamás cumplida durante los gobiernos subsecuentes, que dedicaron todo su interés a la “negociación” con los grupos criminales, cuya acción ha hecho imposible el progreso que permite cambiar las condiciones de vida.

Desde luego —acoto—, no tiene perdón un Estado capaz de girar 9, 10 billones anuales para los terroristas, y billón y medio para los mamos y caciques, que los evaporan, mientras las indiecitas y sus niños mendigan en las aceras de todo el país.

Volviendo a los temas de la conversación que evoco, llegamos fatalmente al del modelo político y económico requerido para eliminar el hambre y potenciar el desarrollo intelectual y físico de nuestro pueblo.

Obviamente, el modelo de decrecimiento económico, la destrucción del modelo minero-energético y la sustitución de sus exportaciones por la de estupefacientes, no pueden conducir a situación diferente a la venezolana, donde la miseria comunista hace imposible mejorar la nutrición y saciar el hambre, cosa que hay que afirmar ahora con la mayor energía, frente a la amenaza de la jurisdicción agraria, que no es otra cosa que el inicio de la reforma rural, improductiva y destructiva, propia de los modelos leninistas.

Ahora bien, no podemos engañarnos: la mutación de nuestro comercio exterior y de nuestra economía obedecen a deliberadas políticas prioritarias del actual Gobierno.

Sigue la conversación, con el recuerdo de vuelos de nuestro personaje sobre el sur del país, donde ha contemplado un mar de coca, lo que lo lleva a calcular que ya debemos haber pasado de las 400.000 Has.

Y termina la conversación con una observación aterradora: ¡Según evaluaciones recientes, cerca de la mitad de los niños de las escuelas primarias en Bogotá no conocen a sus padres biológicos!, lo que nos obliga a meditar sobre la ausencia de bases para edificar el gran país que hubiéramos podido ser.