Luis Alfonso García Carmona
Cuando observo la
generalizada actitud de mis compatriotas ante la descomunal crisis que
atravesamos en todos los órdenes de la vida nacional, no me queda otra opción
que la de reconocer nuestra triste y desgraciada realidad.
Se ha vuelto un
denominador común en las diarias conversaciones preguntarnos cómo llegamos a
esta terrible coyuntura.
Quienes se aplican
a buscar las causas del desastre se quedan desconcertados en medio del camino o
van cayendo en un peligroso marasmo que se transfiere a la actividad
productiva, y a la dinámica de la sociedad en general.
Es extraña esta
relación en un país que mayoritariamente está de acuerdo en que las cosas van
mal y en que es necesario un cambio en la conducción del Estado, en los
responsables de esta y en la orientación general de la gestión pública. Y esto
no es una ilusión, ni una fantasía: basta con leer las estadísticas que dan
cuenta de la desfavorabilidad del Gobierno o con presenciar la reacción libre y
espontánea de las masas en las marchas de protesta o en cualquier espectáculo
de asistencia masiva.
Compartimos
mayoritariamente nuestro rechazo al régimen que asaltó el poder
fraudulentamente y ahora nos quiere imponer una ideología violenta y
materialista utilizando instrumentos ilícitos como la corrupción, el
narcotráfico, el terrorismo guerrillero, la expropiación, así como la
destrucción de la economía, las exportaciones y la seguridad social.
Sin embargo,
carecemos de una oposición que haga valer nuestros derechos, pues el dinero
sucio ha comprado la conciencia de congresistas y jefes políticos hoy al
servicio de los nuevos amos del poder.
En medio del
desconcierto y la falta de una conducción firme y contundente, estamos
dilapidando herramientas que el sistema democrático nos otorga en nuestra
defensa, tales como la función primordial que por naturaleza ostentan
las fuerzas militares y de policía para restablecer el orden constitucional, sin
que requieran orden previa de ninguna autoridad, o la competencia de la
Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes para adelantar un juicio
por indignidad originado en la violación de los topes financieros de la campaña
por parte del candidato Petro, la cual es ya de público conocimiento.
¿Qué nos falta para
dar el vuelco que aspira la gente buena de Colombia?
Primero, tomemos
conciencia de que no es esta una contienda electoral para cambiar al presidente.
No. Aquí nos enfrentamos a una batalla cultural, donde están en juego
nuestros principios, nuestra historia, nuestras conquistas democráticas,
nuestro futuro y el de nuestros hijos.
Segundo, si ello es
así, no podemos actuar como si de unas elecciones ordinarias se tratara.
Debemos desterrar los egoísmos, el afán de protagonismo, las jugarretas
politiqueras que se observan en algunos grupos que pretenden el apoyo para sus
campañas.
Tercero, partamos
de la base de que esta debe ser una batalla para restaurar nuestros
principios y valores. No se trata de una lucha confesional pero sí creemos
que sin fe en Dios y en la ley natural en la que fuimos formados, no hay
futuro para nuestra sociedad.
Debemos tener como
un solo propósito llegar al Gobierno para trabajar por el bien común para
todos los asociados. El bien común comprende dos elementos fundamentales: el
orden jurídico y el bienestar general de la población, lo que
supone que exista un desarrollo adecuado para prestar a la comunidad los
servicios que son indispensables y las facilidades para su crecimiento
personal.
Pero, además del
bien común temporal, el hombre, como ser con unos fines y necesidades
espirituales, debe encontrar en la sociedad las facilidades para cumplir
con esa causa última que es el propósito final de su existencia: la bienaventuranza
después de su muerte.
Si seguimos inmersos en
las iniquidades de la vieja y falsa política y no empezamos a actuar con fe en
Dios y en su Ley, ¿cómo podemos esperar una victoria?
Tomemos como guía estas
palabras de Jacques Maritain:
“Lo que quiero significar es que el mismo orden de la naturaleza y de las
leyes naturales en cuestiones morales, que es la justicia natural de Dios,
determina que la justicia y la rectitud política obren con miras a producir frutos
que a la larga, en lo que respecta a su propia ley de acción, asumen la forma de
mejoras y perfeccionamientos en el verdadero bien común y en los valores reales
de la civilización.”
¿Y es
posible vivir en la esperanza, sin vivir en la fe? ¿Es posible confiar en lo
que no se ve, sin tener fe?”