José Alvear Sanín
Nunca dudé ni del colosal triunfo de María
Corina, ni del robo de las elecciones. Lo que me sorprendió fue la desfachatez
del fraude, su magnitud, y el descaro con el que se anunció, antes de los
comicios, lo que iba a ocurrir, así como el desprecio por las consecuencias del
atropello. Maduro y sus cómplices no se pueden ir, porque si entregan, llega,
ahí sí, el dominó de Petro: Cae Cuba (shu), cae Petro (shu), cae Ortega (shu),
cae Boric (shu), y no se reeligen ni el PT (shu), ni Morena (shu)...
Maduro todavía tiene que organizar simulacros
electorales, mientras llega el momento de completar su versión del estalinismo
tropical, como en Cuba. Entretanto, represión, supresión de las libertades,
voto electrónico y Comisión Nacional Electoral de bolsillo, y cuando aun así
los resultados le son adversos, robo descarado...
Siempre que se habla de democracia y
elecciones, vale la pena recordar a Ortega y Gasset cuando resume
magistralmente el tema:
La
salud de las democracias, cualesquiera que sea su tipo y su grado, depende de
un mísero detalle técnico, el procedimiento electoral. Todo lo demás es
secundario. Si el régimen de comicios es acertado, si se ajusta a la realidad,
todo va bien; si no, aunque el resto marche óptimamente, todo va mal. (La
rebelión de las masas. Madrid: Espasa Calpe; 1961, pág. 132)
La democracia se impuso, a medida que en muchos
países dejó de ser cierto aquello de que “quien escruta, elige”, con la
aparición de organismos electorales imparciales y apolíticos, que infundían
confianza en los resultados electorales.
En Colombia, por ejemplo, la paz entre
liberales y conservadores nunca hubiera sido posible sin la confianza que
inspiraban la Registraduría y el Consejo Electoral durante el Frente Nacional;
respeto que duró hasta las elecciones para Congreso de marzo 2022, computadas
apresurada y electrónicamente con los extraños algoritmos de Indra, contratados
por un registrador ambiguo y poco confiable. Así empezamos a transitar por la
senda del fraude electoral, cuya secuencia inevitable fue la posterior elección
de Petro para ocupar el solio.
Dejando de lado al África y la mayor parte de
Asia, los regímenes políticos de elecciones libres y cómputo confiable se
limitaban a las democracias de Europa, Japón, Corea del Sur, EEUU, Canadá,
Oceanía y buena parte de Iberoamérica.
Pero en los últimos tempos el avance
narco-comunista en nuestro continente, y el incontenible crecimiento en Europa
y Norteamérica del globalismo marxista-cultural y woke del Deep State,
orientado por la nefanda agenda 2030, han contaminado gran parte de los
sistemas electorales.
Mediante la combinación de voto y cómputo
electrónicos, y previa indoctrinación mediática y educativa del electorado, los
resultados son cada vez menos confiables en las que fueron democracias
ejemplares.
Como los narco-comunistas no dejan el poder
jamás, los del progresismo populista están aprendiendo la lección, si
consideramos los inocultables fraudes que dejaron amplio manto de duda
razonable sobre la elección de Biden, la derrota de Bolsonaro, el paso de Lula
de la cárcel a La Alvorada, y la elección reciente, en México, de la candidata
de AMLO (el de abrazos en vez de balazos), acusado de favorecerla con maniobras
que hermanan a Morena con el antiguo PRI.
Ahora bien, si con la duplicidad infame, artera
y tramposa de Petro, Lula y AMLO, y con el terror desencadenado sobre la
población, Maduro logra consolidar el mayor pucherazo mundial de los tiempos
recientes, ese ejemplo podrá ser tenido en cuenta en muchos países, empezando
por los Estados Unidos, para completar “la elección” de la horripilante Kamala
Harris, o la reelección de Petro (en propio o en ajeno cuerpo).
Al fin y al cabo, en varios estados clave de la
Unión, los mecanismos electorales ya están manejados por Dominion (asociado al
parecer con la chavista Smartmatic), y en Colombia viene el voto electrónico,
computado por esas mismas empresas, ya conocidas en Venezuela y los EEUU.
En un mundo dividido entre grandes bloques
totalitarios, tanto en el Oeste woke y abortista — guiado por los movimientos
LGTBQ etc.—, como en el Oriente, cada vez más despótico, las elecciones serán
apenas simulacros electrónicos, mientras llega el momento de abolirlas por
completo o convertirlas en certámenes de participación obligatoria en favor del
partido único.
¿Marchamos entonces hacia ese aterrador
escenario, ya vislumbrado por Orwell en su profético 1984, donde el
mundo se divide en imperios antagónicos igualmente perversos y totalitarios, en
permanentes equilibrios inestables?
¡Parece que asistimos a la desaparición de las
elecciones libres!