José Leonardo Rincón, S. J.
En
esta ocasión hablemos de fútbol. Es el tema de las últimas tres semanas y, por
lo que puedo ver, resulta ser un tema que apasiona y gusta, que sirve de bálsamo
distractor y se prefiere sobre el tema político que cada vez más, aunque ineludible,
resulta ser agobiante y cansón, frustrante por no decir decepcionante.
El
espectáculo, la farándula y un buen circo nos distraen y temporalmente nos
alienan. Son un buen analgésico que calma dolores producidos por golpes y traumas.
Ungüento reconocido para abstraernos de enfermedades de vieja data. Medicamentos
tradicionalmente utilizados para ponernos a pensar en otras cosas con
resultados reconocidos. Lo único malo es que ofrecen alivios de corta duración.
Por eso también los estrategas que nos atienden tendrán que inventarse en su momento
qué darnos para que estemos tranquilos. Así es el tratamiento.
Hablemos
entonces de lo que nos gusta. Hacia rato no veíamos una selección con una
campaña tan exitosa, con una racha de invictos tan prolongada, de veras, con un
ritmo imparable. Nuestros jugadores suscitan entusiasmo y avivan la ilusión. Como
en el pasado, hacen cosas extraordinarias, como aquel gol olímpico de Marcos
Coll en el 4-4 contra Rusia en el mundial de Chile-62, o el inolvidable gol agónico
que le marcó Fredy Rincón a Alemania en el mundial del 94; o ese 5-0 a
Argentina camino al mundial de Estados Unidos, cuando el mismísimo Pelé nos
puso de favoritos y, más recientemente ese mundial de 2014 con Peckerman que
nos llevó inéditamente a cuartos de final.
La
historia de alguna manera se repite, pero no debería repetirse tal cual. Sería
un craso error que demostraría que no aprendemos las lecciones. Hasta ahora se
ha repetido que subimos como palmas y bajamos como cocos porque no aguantamos
la presión del éxito y la fama, porque nos creemos el cuento de que somos los
mejores, los favoritos, los virtuales campeones y cuando estamos ya en la
puerta del horno, se nos quema el pan. El nerviosismo, la ansiedad de enfrentar
un rival de renombre con figuras estelares, el afán individualista de querer
lucirse para luego obtener jugosas contrataciones con poderosos clubes, puede
más que la sensatez y la cabeza fría.
Hasta
el partido con Uruguay veníamos muy bien. Es verdad que ganamos y estamos en la
final, pero no hemos ganado nada, aunque hasta ahora hayamos ganado todo. Para
mí, ese partido es para olvidar. ¡Qué estrés, qué sufrimiento! Nos desconfiguró
en los logros que habíamos conquistado y en los que estadios llenos de connacionales
han favorecido las cosas (en las tribunas nos dejamos provocar y el espectáculo
se cerró de manera bochornosa): trabajo de filigrana en equipo (volvimos al
afán de lucirse individualmente de algunos), pases rápidos y certeros (pases
erráticos de regalo), juego bonito y dominio del balón (nerviosismo y ansiedad),
control emocional ante las presiones naturales del rival (Muñoz se hizo echar y
con 10 nos pudo costar el paso a la final), pases impecables de James que desde
tiros de esquina o con pelota quieta se han traducido en goles de cabeza como
nunca antes habíamos marcado (lo hizo una vez con la asistencia a Lerma que se
tradujo en gol, pero su compostura se acabó con la expulsión de su compañero y se
hizo aplicar amarilla, que de no ser por su rápido cambio que decidió
sabiamente Lorenzo nos deja con nueve). Aunque no se vieron esta vez, hemos
evolucionado muy bien en certeras asistencias de media distancia y con un
fútbol aéreo que antes no teníamos…
Ante
Argentina actual campeón de esta copa y del mundo, con Messi a la cabeza, las
cosas se dan para que reorganizados volvamos a lo que hemos venido siendo. Estamos
en la final. En la era Lorenzo hemos logrado lo que nunca en este certamen y el
broche dorado nos espera. Si lo
logramos, pasaremos a la historia y habremos comprobado que sí se puede, que
hemos aprendido de los reveses del pasado, que si hay equipo compacto y que la
copa América puede llevarnos esta vez a la antesala de una copa mundo. Puede
ser un sueño que se haga realidad. Pero nos faltan 90 minutos y hay que jugarlos
bien, hay que demostrar una nueva jerarquía. Es la hora decisiva.