Por José Leonardo Rincón, S. J.
Conocí a Jeremías
Bohórquez en el año 80 cuando de candidato a la Compañía fui a visitar nuestro
Noviciado en Medellín. Recuerdo su rostro sonriente bajo un enorme sombrero que
se había puesto para no quemarse bajo el sol. Era el ministro de casa y los novicios
lo llamaban el Ché Jeremías porque había estado muchos años en Argentina
trabajando al lado de Jorge Mario Bergoglio, el joven y controvertido
provincial del país austral.
Ya novicio lo
volví a ver al año siguiente, pero esta vez de ministro en la comunidad jesuita
del Colegio Berchmans de Cali. Habíamos hecho en el IMCA de Buga una necesaria
escala antes de continuar a nuestro destino final, la parroquia de Toribio
(Cauca) donde tendríamos nuestro mes de misión al lado de Álvaro Ulcué Chocué,
el primer indígena páez en ser ordenado sacerdote.
Esa tarde el
itinerario era claro: dirigirse a la estación de buses de Buga, tomar una flota
a Cali para desde su terminal proseguir a Santander de Quilichao, pernoctar
allí esa noche en la casa de las Hermanas Lauritas y al otro día madrugar a
Toribio. Pero Jeremías llegó al IMCA para cargar un pedido de huevos y nos
ofreció llevarnos. Excelente propuesta que alteró los planes pues llegamos más
rápido a Cali y cuando fuimos a comprar los tiquetes ya el bus estaba saliendo
para Santander. Al llegar allí otra coincidencia: el último bus para Toribio
saldría en 10 minutos, luego podríamos adelantar nuestra llegada. Todo resultó
perfectamente cronometrado, como si así estuviese previsto.
Al anochecer ya
estábamos en el resguardo indígena. Por supuesto, no nos esperaban y las
habitaciones en la parroquia no estaban listas, así que nos llevaron a otro
pueblito cercano, San Francisco, donde pasamos la noche. A la mañana siguiente
de pronto se oyó un alboroto y varias personas entre gritos y lágrimas llegaron
a avisarnos que el bus escalera de la mañana se había ido a un abismo y habían
muerto 26 de sus ocupantes. Ese era nuestro bus, en el que debíamos haber
viajado. Sin saberlo, la providencial aparición de Jeremías en Buga nos había
salvado la vida. ¿Cómo olvidarlo?
Después, muchas
veces, me encontré con Jere. Le gustaba visitarme para conversar largos ratos
sobre su vida de Hermano Coadjutor en la Compañía y sus muchas experiencias
como ministro de nuestras casas tanto en Colombia como en Argentina. Hacia
parte de una generación bisagra de Hermanos que habían vivido la transición
entre la tradicional figura, acostumbrada a oficios humildes y al no tener
mayores aspiraciones de estudios y responsabilidades y los nuevos, ahora
prácticamente extinguidos, que gozan de un estatus completamente distinto. Una
evolución compleja que no todos pudieron asimilar.
Quién se iba a
imaginar que pasados unos años coincidiríamos en Buenos Aires, él, nuevamente
allí prestando sus servicios donde lo conocían y querían, y yo, haciendo mi
Tercera Probación, ese segundo noviciado que hacemos los jesuitas, años después
de ordenados.
Alguna vez nos
encontramos en La Esperanza, por los lados de La Mesa (Cund.) y al saber que
subía a Bogotá después de almuerzo, me pidió transportarlo. ¡Por favor! El
asunto es que, por los lados de Mondoñedo, en la recta que hay antes de
Mosquera, me quedé dormido mientras conducía, eso que llaman microsueños. A mi
lado, Jere agarró fuertemente el timón y con fuerte voz que me sacó de tan
mortal letargo me dijo: ¿qué pasa? Al abrir los ojos, asustado, me di cuenta de
que no solo estaba por el carril contrario, sino que ya estaba en el borde de
la berma. Jere, por segunda vez, me había salvado la vida. Si hubiese viajado
solo no estaría contándoles esto. A este amigo le debo la vida dos veces. ¿Cómo
no contarlo?, ¿cómo no darle gracias a Dios por su vida de jesuita y su
amistad?
Casi 40 años
después, en Cartagena, el ahora Santo Padre, en su encuentro con los jesuitas
colombianos, lo saludaría con un cariño particular: “Ché, gordo, cómo
estás?”. Y Jere, hasta sus días finales en San Alonso, nuestra enfermería
de Bogotá, sería el mismo, entre respetuoso y tímido, pero también alegre y
feliz cuando con sus Hermanos jugaba dominó. Ahora goza de la presencia de Dios
este siervo bueno y fiel a quien le debo la vida dos veces.