Por José Alvear Sanín
El 20 de febrero de 1933, las personas más
ricas y poderosas de Alemania hasta la víspera, esperaban en una sala del
Reichstag a quien les ha hecho una invitación a la que no pueden faltar. Allí
se encontraban Gustav Krupp, Albert Voegler, Günther Quandt, Friedrich Flick,
Ernst Tengelmann, Fritz Springorum, August Rosterg, Ernst Brandi, Karl Büren,
Günther Heubel, Georg von Schnitzler, Hugo Stinnes, Eduard Schulte, Ludwig von
Winterfeld, Wolf-Dietrich von Witzleben, Wolfgang Reuter, August Diehn, Erich
Fickler, H. von Loewenstein zu Loewenstein, Ludwig Grauert, Kurt Schmitt,
August von Finck, el doctor Stein y W. von Opel.
Algunos representaban aristocráticas familias
centenarias, mientras otros, el acero, la química, la metalmecánica, bancos y
aseguradoras, automóviles, navieras, impresores, inmobiliarios...
En los 60 años anteriores a esta cita, gracias
en buena parte a esa élite laboriosa, orgullosa, distante e inaccesible,
Alemania había avanzado, desde una fragmentaria colección de ducados,
principados y ciudades libres, hasta consolidarse como el imperio rival de las
viejas grandes potencias europeas, Gran Bretaña y Francia, y también como el
preponderante emporio industrial, técnico y científico, avasallado en la Gran
Guerra, pero pleno de energía vital.
Con razón esos señores, como cúpula de la clase
dominante económica y social de un gran país, se sentían orgullosos, lo que se
traducía en su talante desdeñoso, y ahora los había citado un hombrecito sin
linaje, carente de educación y modales, de turbios antecedentes penales,
asociado a grupos paramilitares, pandilleros y matones, cuyo inexplicable poder
lo hacía de especial cuidado.
El despreciable personaje podía arruinarlos o
expropiarlos mediante resoluciones y decretos, eliminarlos físicamente o
chantajearlos. Ellos lo sabían capaz de todo.
A pesar de la falsa amabilidad con la que iban
a ser recibidos, los encumbrados caballeros se daban perfecta cuenta de que
repentinamente habían dejado de ser importantes, que nada les quedaba de poder,
y que la opulencia de la que disfrutaban había perdido su sólido fundamento,
porque ahora era precaria y podría durar solo hasta cuando el nuevo poder la
tolerase.
Bancos, industrias, latifundios, estaban ahora
a merced del individuo que los había citado, o dependerían de la colaboración
que ellos fueran a prestarle...
Sentían profunda humillación, aunque la
población no se habría de enterar de inmediato de su situación a merced de un
poder omnímodo y avasallante, al que no podrían oponerse, ni tampoco apoyar a
quienes lo enfrentasen. Lo único que les quedaba era escoger entre la
colaboración y la expropiación..., pero el silencio y la colaboración, ¿hasta
dónde aseguran la preservación de la propiedad de los grandes emporios?
Los magnates alemanes escogieron la
colaboración...