Por José Leonardo Rincón, S. J.
Lo
que más se puede admirar en una persona es que sea ella misma, natural,
genuina, auténtica. Pero es precisamente la búsqueda de esa virtud o cualidad
la que le puede granjearse enemistades gratuitas.
Vivimos
en el mundo de las apariencias, de las falacias y de la hipocresía. “Amigo,
cuánto tienes, cuánto vales, principio de la actual filosofía” cantamos. Eres
importante no por lo que eres, sino por los bienes que tienes, por el poder que
ostentas, porque me puedes ser útil para mis intereses, porque tienes amigos influyentes
que pueden servirme de palanca. Ya lo decía el Eclesiástico: amigos de
conveniencias que en tanto estés bien estarán contigo, te adularán, serán
zalameros, lambones babosos, turiferarios de abundante incienso, genuflexos. Pero
cuando dejes ese poder, ya no seas importante, pierdas influencia, te voltearán
la espalda, no te saludarán y hasta hablarán mal de ti difamándote. Amigos
oportunistas, muchos. Amigos verdaderos, pocos.
Buscar
ser recto, andar por la senda correcta, ser honesto, expresar lo que realmente
se siente y piensa, ser de una pieza, pasa factura. No gusta. Si quieres tener
el éxito del mundo debes ser camaleónico, adaptarte al terreno que pisas, sonreír,
aunque te duela, disimular que algo no te gusta, llevar la corriente, estar con
quien tiene la sartén por mango, no controvertir, ser políticamente correcto.
En realidad, estarás bien con todos, pero a la hora de la verdad, con ninguno. La
sociedad exalta quien así procede y lo hace con maestría.
Comienzas
a ganarte gratuitos enemigos cuando hablas para decir que no estás de acuerdo,
que no te parece algo, que has descubierto un error, que hay cifras que no
cuadran, que eso que se está diciendo no es cierto, cuando defiendes a alguien mientras
todos lo atacan, cuando dices la verdad de frente, cuando eres tú mismo. Inmediatamente
baja tu rating de popularidad, te vuelves incómodo, fastidias, dicen que eres intransigente,
severo, inflexible.
Cuando
nos vamos volviendo viejos, cuando hemos visto correr tanta agua debajo del
puente, cuando aprendemos a ladrar sentados, es porque la vida misma se ha
encargado de darnos muchas lecciones de sabiduría. Es verdad, no han sido
fáciles, han sido duras, nos produjeron dolorosas decepciones, nos dejaron
solos y a la deriva. Se paga un precio alto, pero no se claudica, no se cede en
principios, ni valores, cueste lo que cueste. Derrotados ante el mundo,
victoriosos en nuestra conciencia. Es lo que finalmente vale, pues la rendición
de cuentas definitiva es ante Dios, no ante una humanidad falible y acomodaticia
que depende de un aplausómetro.
Obra
siempre bien, sé auténtico, di siempre la verdad, no te arrepientas de ello. No
importa que te ganes enemigos, sean de la jerarquía que sean, tengan el poder
que tengan, digan lo que digan. Finalmente, la verdad se impondrá y las malas
acciones, su proceder incorrecto, se harán evidentes para vergüenza suya. ¿Que
cuesta? ¡Claro que cuesta! Nadie ha dicho que es fácil. Es lacerante y saca
lágrimas. Que el de Nazaret te recuerde que ya pasó por esas. Será tu mayor
consuelo.