Por José Leonardo Rincón, S. J.
Cuenta la
tradición oral que unos extranjeros desde una avioneta avistaron tan mágico
lugar: “¡un río de colores!” exclamaron maravillados y parece ser que en la
capital se lo contaron, para que fuera a conocerlo, al hermano Andrés Hurtado,
un religioso marista excepcional, por no decir exótico, un hombre genial que ha
registrado fotográficamente los más recónditos y bellos paisajes colombianos,
que tiene arañas en su cuarto y que de vez en cuando nos deleita con sus
escritos en el periódico El Tiempo.
De hecho, fueron
sus espectaculares fotos las que me permitieron conocer, hace varios años, este
paraíso ubicado en los límites de la Orinoquia y la Amazonía, más exactamente
en el municipio de La Macarena, Meta. Tan encantador lugar parecía muy difícil de
ser conocido. ¿Quién va a poder ir por allá algún día? Mi espíritu aventurero
no daría para tanto, pero las cosas de Dios… la diócesis de Granada encomendó a
la Compañía la parroquia, de modo que una pequeña comunidad trabaja
pastoralmente allí desde hace algunos años y yo, por oficio, debo visitarla. La
pandemia no dejó, luego mi estado de salud, hasta que por fin este año fue la
vencida.
A La Macarena, en
tiempos de verano, solo se puede ir en avioneta desde Villavicencio. Claro, en
un buen carro desde la capital del Meta puede irse también si se está dispuesto
a trasegar entre 6 y 7 horas. Por Bogotá, habría que ir hasta el sur del Huila,
pasar por San Vicente del Caguán hasta llegar allí en un viaje mucho más largo.
Como yo fui en los meses de invierno hubo vuelo directo de Satena, una hora,
desde la capital. Mejor no pudo ser.
Esta temporada es
de alto flujo de turismo y varios vuelos transportan ciudadanos nacionales,
pero sobre todo extranjeros. No más aterrizar en la pista de El Refugio y ya
está uno en la mitad del pueblo. Yo me imaginaba un pueblito de calles
destapadas y bastante precario, pero me encontré con un pueblo cuya malla vial está
perfectamente trazada, su cuadrícula cuenta con vías de doble carril, una
iglesia grande y hermosa, y una activa zona comercial y hotelera bien
importante. Hace calor, pero por no ser tan húmedo no afecta tanto. Por cierto,
los zancudos y mosquitos debían de estar ocupados por otros lados porque no se
dejaron sentir. Un negocio próspero es la ganadería: ¡qué productos lácteos tan
buenos y ¡qué carne de res tan deliciosa!
La peregrinación
a este santuario natural está perfectamente prevista y organizada por
Corpomacarena, de modo que sus exigentes requisitos obligan al turista a cuidar
el entorno natural. Primero lancha por el río con impasibles garzas, tortugas e
iguanas en sus orillas hasta llegar, minutos después a un sitio donde
camionetas 4x4 lo trasladan al punto de partida de caminatas de entre 9 y 14
kilómetros por senderos y trochas preciosas que evidencian todavía erupciones
volcánicas y huellas de que el mar estuvo cerca; frailejones y belláceas con su
flor blanca de un día son la antesala de esos caños espectacularmente
coloridos. Adjunto
algunas fotos para que ellas hablen por sí solas de una experiencia
indescriptible.
Regresamos al
pueblo molidos por el ejercicio alternado entre sudorosas caminatas y baños en
pozos y cascadas de aguas cristalinas. Medio muertos del cansancio, pero
inmensamente felices. ¡Qué regalo Divino, me hizo evocar “El cántico de las
criaturas” o “Laudato sí”! Gracias a mis compañeros jesuitas por ese
regalo. Valió la pena. Gracias a quienes habitan esta zona, llaneros de origen
y colonos provenientes de todas las latitudes patrias. Y si ustedes amigos que
me leen, quieren y pueden un día pegarse la rodadita, no lo duden. Es único ese
paraíso llamado Caño Cristales.