Por José Alvear Sanín
En los 418 días de su gobierno Petro ha
hablado, perorado, trinado, amenazado, tergiversado, mentido y alucinado, apenas
en 326 ocasiones, puesto que en 92 días se registra su desaparición de la vista
de los colombianos, para el disfrute de su “agenda privada”, negando al país en
esas jornadas el regocijo o la preocupación que producen sus incontables
dislates, propuestas estrambóticas y teorías lunáticas.
Menospreciar esa inmensa fuente de
conocimientos es actitud mezquina, porque se podría establecer en el Guinness
Book un récord mundial de la garrulería, aventajando Colombia enormemente a
Gran Bretaña. Su Alteza Real, el príncipe Felipe de Edimburgo, famoso por sus blunders,
apenas producía uno o dos inofensivos por año, que debidamente recopilados,
servían para general regodeo, mientras en Colombia los centenares de descaches
presidenciales son ominosos, en cuanto presagian igual número de operaciones de
demolición institucional, económica y moral del país.
Desde chiquito, el personaje ha escapado a las
consecuencias de sus arriesgadas acciones. Dos episodios ilustran lo descomunal
de su suerte: (1.) La única vez que estuvo detenido fue algo maravilloso,
porque así se salvó de la muerte en la toma del Palacio de Justicia, donde, al
parecer, el ejército mató a unos pacíficos visitantes del M-19 y a docenas de
magistrados y empleados; y (2.) cuando lo filmaron encostalando efectivo en
profundas bolsas, acontecimiento en el que la justicia no encontró mérito para
la investigación que hubiera detenido su ascenso hacia el poder.
Dejemos el pasado, ya prescrito, para
considerar que Petro no solo sobresale por bocón, sino que también es
invencible candidato a otro récord, que podríamos llamar con el actual vocablo de
resiliencia, dado que es absolutamente refractario a los efectos del
escándalo.
Desde el pasado domingo 4 de junio, cuando la
revista Semana descubrió lo de la niñera, el polígrafo y los dieciséis
mil millones no reportados para la campaña, no falta un día con su resonante
escándalo. El suicidio del coronel (…), los vuelos chárter de la doméstica y el
embajador (…), la pérdida de una de las misteriosas maletas (…), el hijo, que
reconoce haberse quedado con buena parte de los millonarios aportes que
gestionaba con el conocimiento de papá (…), Verónica y la extraña señora de
Casanare (…), la promoción de Laura Sarabia (…), Benedetti, tan campante (…),
los 500 millones no registrados de Fecode (…), los morrales con billetes de la
Alcocer (…), el crecimiento exponencial de los narcocultivos (…) , el colapso
del orden público (…), la verdadera dimensión del pacto de la Picota (…), las
frecuentes desapariciones del hombre (…), la negativa al examen
médico-psiquiátrico (…) las ternas tranquilizantes para la fiscalía (…), la
minga en Semana (...)
Antiguamente, los actos de posible corrupción
estremecían al país, hasta el punto de ocasionar, por ejemplo, la caída del
general Rojas, ¡cuyo gobierno jamás se recuperó del descrédito causado porque
un banco oficial le había prestado para comprar una finca con todo y reses!
Dichosos tiempos aquellos, antes del Proceso 8.000.
Después de ese bochornoso capítulo, nuestra clase política no se inquieta por
futesas como la recepción de cinco mil millones de la mafia para la candidatura
de Samper... Y ahora es peor, porque la creciente lista de escándalos no
indigna ni conturba a una clase política que sostiene que su deber es asegurar
la permanencia de Petro en el poder, hasta el último día de su mandato, y que,
por tanto, se hace la de la oreja mocha y la de la vista gorda para no poner
remedio constitucional a este estado nauseabundo de cosas.
Nadie ignora la corrupción endémica en la
política africana, pero, aun así, dudo que algún presidente de ese continente
pudiera rivalizar con el nuestro en número y gravedad de affaires, y
seguir gobernando.