Por: Luis Guillermo Echeverri Vélez
El país está solo, sin nadie que lo defienda,
abandonado en el mar de las soberbias. Esta no es una crítica, es un llamado a
una guerra, indeseada, inevitable, forzada por la polarización social en su
manifestación más extrema: el culto al odio y al resentimiento.
Mientras la sociedad se pierde en la dialéctica
entelequia que confunde el verdadero significado de los conceptos de igualdad y
de equidad, la economía se derrumba al igual que la defensa de la constitución
y las leyes pierden el respaldo del honor militar y con ello el seguro del Estado
gendarme.
Quedó el humilde transeúnte dominado por la
embestida de las fuerzas del mal hoy en pleno ejercicio del poder político y el
país del Sagrado Corazón de Jesús, no cuenta ya ni con la esperanza de acción
divina que sacó a Daniel ileso del patio de los leones.
A la esperanza la reemplazó el reino de la
impotencia ante la ilegalidad amparada por la impunidad, enmascarada en el
iluso discurso de paz que nos inocularon los soberbios que viven en las nubes
de los cielos y los que divagan por las estrellas del universo.
La coronación de la impunidad en procura de una
paz utópica le dio el poder a la delincuencia organizada con careta ideológica
y destruyó la seguridad ciudadana. El clientelismo destruyó la independencia de
poderes. El populismo finiquitó la coerción social. La aclamación de la
corrupción electoral disfrazada de garantismo minoritario a la autocracia
promotora del cambio guillotinó el debido equilibrio entre las obligaciones
cívicas y el derecho a los derechos, estrangulando las libertades y las garantías
ciudadanas, creando el reino del populismo ideológico. Y ni hablemos de
ausencia de transparencia en la gestión pública, perdida en medio del saqueo
burocrático que viven las arcas del Estado y la actividad privada en el país,
ni de la cultura de la coca, convertida en el culto a la ideología mafiosa
elegantemente envuelta en el empaque del socialismo del siglo XXI.
Aquello que se denominó sociedad civil, con la
floración de las organizaciones no gubernamentales al entrar a este milenio, se
pasó de rosca y perdió sus fuerzas que se fundamentaban en el apoyo asociativo
de los gremios y entidades cívicas, desapareciendo como concepto estabilizador
en procura del equilibrio y el bienestar social e institucional.
Aquí se perdió el sentido de una sociedad civil
cuando la izquierda apeló a los derechos humanos, al ambientalismo y a otras
agendas, como disculpa para el abandono del matrimonio con la tradición de
nuestra democracia y pasó a vivir un público concubinato con el narco comunismo.
Hoy la sanción social y el peso de la justicia
sólo existen en la indignación temporal de cada escándalo mediático seguido de
otro de talla superior.
¿Para qué muñecos y payasos como los dirigentes
gremiales y los exlíderes políticos que ni solidarios entre ellos mismos son? El
consejo gremial es un mecanismo inerte, antiliderazgo, que flaco favor hace al
sistema de libre empresa.
Nadie hay en los gremios capaz hoy de convocar
a los empresarios, sin los cuales muere el concepto de emprendimiento y las
oportunidades de trabajo y sin trabajadores, el sindicalismo. Sin economía no
hay país, y para poder tener un país próspero hay que luchar y estar dispuesto
a sacrificarse por él.
Nadie ya es capaz de mover la gente por el
camino de la defensa de la legalidad y el emprendimiento en procura de mayor
equidad. Palabras que se quedaron en lemas por temor a las críticas, y por la
timidez ideológica en las acciones desde el poder del Estado cuando estaba en
manos de personas capaces y bien intencionadas, pero que no comprendieron la
magnitud de la alianza entre el populismo y el narcoterrorismo en procura del
poder y no fueron capaces de enjaular la verdadera bestia.
Vivimos el fracaso total de las estructuras
políticas, decapitadas por las vanidades y los egos partidistas y de los
políticos al convivir con la morralla que mató la moral y la ética en el
parlamento y su incremental mamatoco con la vencida magnificencia de la
justicia, que perdió desde lo de Cuba la virginal condición de ser implacable,
pasando a servir mejor la conveniencia, el engaño y la mentira, que a su misión
de búsqueda de la verdad.
La incapacidad de hacer valer el mandato del
constituyente primario del 2016, terminó siendo un pecado capital que aún sigue
representando la gran deuda política con el pueblo y permitió que pasáramos de
la anarquía democrática a la autocracia cleptócrata que hoy nos caracteriza.
Vivimos la entrega colectiva del pueblo a su
propio verdugo, representado por una ideología putrefacta que, como la semilla
vencida, jamás germina y sólo produce desolación y hambre.
No comprendimos que cuando la razón se oculta
tras la cobardía de no aceptar que el entendimiento ha fracasado, sólo queda la
fuerza. Y no fuimos capaces de vencer al enemigo cuando debimos haberlo vencido
por compromiso patrio.
Tristemente nos quedamos sin cosecha pues en
este mar de las soberbias y el individualismo de la politiquería, nadie
sacrifica nada por nada ni por nadie. Aquí por exceso de democracia triunfa la
ignorancia sobre la educación, la cultura, el sentido común y el deber ser.
Ya sólo observamos indiferentes, la manera como
un guerrillero activo convertido en presidente, sus secuaces y los oportunistas
aduladores de su conducta adicta y mentecata, como el cáncer de la sociedad, se
tragan una a una las instituciones democráticas y las convierten en
multiplicadores de la merma colectiva, mientras todos seguimos aferrados
cobardemente a la mísera prudencia.
Lo que ocurre en Colombia es algo inédito.
Están las regiones de todo el país acechadas por fuerzas insurgentes armadas
que, paradójicamente están alimentadas en su odio y su resentimiento por el
mismo Estado.
Vergüenza e impotencia como la del eunuco, la
de ver a quienes pudieron evitar el desastre sumidos en el bazar de los avales,
en la vanidosa auto adulación y en la maniquea figuración mediática y la
alevosa esterilidad del Twitter o X, y otras redes, cuando la realidad de las
regiones clama ayuda ante el inevitable sufrimiento de una guerra civil.
Tristemente la polarización social borró las
diferencias entre la amenaza de una revolución destructiva y la debida
transformación en procura del bienestar social. Que sea pronto y no tarde que
las nuevas generaciones entiendan que la única solución a la coerción de la
libertad y a esta desesperanza es el orden, pues ya aquí los hechos superan el
poder de la palabra y la razón.